Iraq y los límites del poder de EE.UU.

Iraq y los límites del poder de EE.UU.
Por: Paul Mutter
Foreign Policy in Focus
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

“Washington ha perdido una valiosa oportunidad de fomentar y apoyar a un contrapeso clave para la influencia iraní entre los chiíes en el mundo árabe”, se lamentaron Danielle Pletka y Gary Schmitt del neoconservador Instituto de la Empresa Estadounidense en un artículo de opinión del Washington Post .
Luego pasan a llamar al gobierno de Obama a que refuerce su ya groseramente sobrecargado personal en la gigantesca embajada de EE.UU. en Bagdad. Pero en esas pocas palabras, los dos escritores exponen una preocupación más fundamental para los expertos belicistas sobre Oriente Medio: el temor a una “Media Luna Chií” de regímenes respaldados por Irán en Bagdad, Beirut y Damasco que una el Mar Mediterráneo y el Golfo Pérsico.
Por cierto, ahora que Irán puede interferir en Iraq de una manera que nunca habría podido hacer con Sadam Hussein en el poder, el país estará en mejores condiciones para desafiar la hegemonía estadounidense-israelí en Oriente Medio. La cruel ironía, señala Ted Galen Carpenter, es que al invadir Iraq en 2003, “EE.UU. ha pagado un terrible precio –unos 850.000 millones de dólares y más de 4.400 soldados estadounidenses muertos– para convertir a Irán en la potencia que más influye en Iraq”. Pocos, o ninguno, de los arquitectos y promotores de la guerra lo aceptarán, incluso cuando dan la alarma sobre la influencia de Irán en Iraq.

Mirando hacia el Este

Pero si los actuales neoconservadores ven una creciente amenaza islamista iraní en Oriente Medio, una vieja guardia anterior se refiere al pasado no tan distante de la Guerra Fría en busca de paralelos. Notablemente, algunos destacados neoconservadores tienen la esperanza de que Iraq pueda convertirse en una versión árabe de Corea del Sur y Japón de la posguerra.

Los conspicuos neoconservadores se basan en gran medida en la memoria de la captura por EE.UU. de la hegemonía japonesa en Asia después de 1945. EE.UU. trabajó resueltamente con los gobiernos japoneses y sudcoreanos de la posguerra para fortalecer a ambos países como tampones contra la influencia soviética y china durante la Guerra Fría, esfuerzos que fueron, por lo menos según los estándares de Washington, bastante exitosos. A pesar de los desafíos de China resurgente, el Océano Pacífico ha sido (y todavía es) un lago estadounidense.

En un artículo de opinión de 2010 en el New York Times, el destacado agitador a favor de la guerra de Iraq Paul Wolfowitz invocó explícitamente esa historia, pasando despreocupadamente por sobre el pasado apoyo de EE.UU. a regímenes autoritarios sudcoreanos. “EE.UU. se mantuvo junto a Corea del Sur a pesar de que ese país estaba entonces gobernado por un dictador y que las perspectivas de su economía devastada por la guerra parecían lóbregas”, escribió. Wolfowitz señaló que la democracia en apuros de Iraq y su ubicación central no eran muy diferentes de las de Corea del Sur durante la Guerra Fría.

Por impropio que parezca, el recuerdo de Wolfowitz contiene algo de verdad. Podrá ser imposible actualmente imaginar una quinta columna de agitadores sudcoreanos que ayuden a Pyongyang a tomar Seúl, pero durante la Guerra Fría esa posibilidad causó verdadera preocupación en EE.UU. Por lo tanto Washington decidió apoyar a terratenientes feudales y a excolaboracionistas con Japón como la clase gobernante en Seúl, reforzando los recursos de Corea del Sur contra el atractivo del modelo norcoreano con abundante apoyo militar y económico. Actualmente, Japón y Corea del Sur se mantienen firmemente dentro del redil estadounidense.

Además, esas alianzas continúan a pesar de las brutales guerras que las engendraron. Las fuerzas dirigidas por EE.UU. asolaron la península coreana con bombardeos de saturación durante los años cincuenta, pero Washington siempre pudo contar posteriormente con “nuestros hombres en Seúl”. Japón es un caso aún más extremo. Después de varios años de bombardeos incendiarios y de bloqueo del país, EE.UU. aniquiló dos ciudades japonesas con bombas atómicas. Y no obstante, Japón sigue sirviendo de sede a los soldados estadounidenses en la actualidad.

Los que temen que EE.UU. haya “perdido Iraq” porque Barack Obama mantuvo el programa de retirada de sus fuerzas negociado por el presidente Bush, piensan evidentemente en temas de hegemonía estadounidense a más largo plazo (vea el libro blanco de Mitt Romney sobre política exterior y su lista de consejeros para buenos ejemplos de esta forma de pensar). En realidad es una lógica simple: en Iraq todo sigue volviendo a la política de doble vía de contención y retirada que EE.UU. ha mantenido contra Irán. Iraq es una pieza vital en esa estrategia; el mapa de Juan Cole de bases estadounidenses alrededor de Irán es una evidencia incontestable de este hecho.

El posible que los neoconservadores estadounidenses esperen que un establishment militar-político reforzado por EE.UU. en Iraq, pueda formar un bastión contra una potencial “Media Luna Chií” dirigida por Irán, tal como Corea del Sur y Japón ayudaron a detener la marea roja que se extendía por el Este Asiático durante la Guerra Fría. Incluso es posible que tengan alguna razón para esperar que los iraquíes pasen por alto su resentimiento por la guerra inmensamente destructiva de EE.UU. contra su país.

Vanas ilusiones

Como en Corea del Sur y Japón, hay iraquíes que ven a EE.UU. como un socio, o por lo menos como una vaca lechera que se puede ordeñar explotando los temores estadounidenses respecto a Irán. Contrariamente a la mayoría de los políticos iraquíes, que se han opuesto casi unánimemente a la continua presencia militar de EE.UU. en el país, hay oficiales militares iraquíes que querrían mantener vínculos con los militares de EE.UU. porque dudaban que sus propias fuerzas pudieran mantener la paz.

Siempre hay gentes en el establishment de seguridad de un país que pueden convertirse en agentes de la influencia de EE.UU. Pero en Iraq EE.UU. se enfrenta una sociedad mucho menos homogénea que en Corea del Sur o Japón y se enfrenta a un rival mucho mejor equipado para la influencia hegemónica en el caso de Irán. A medida que cede la influencia de Washington en Bagdad, las manos ocultas de Teherán en Iraq salen a la luz.

No es que Irán no tenga sus propios problemas en Iraq mientras compite con EE.UU. para lograr influencia, después de todo Irán no estaba ganando corazones y mentes iraquíes, cuando los dos países estaban ocupados en la destrucción mutua de los años ochenta. Pero una distinción crucial para los iraquíes entre esa guerra y la invasión estadounidense fue que la guerra Irán-Iraq fue iniciada por su propio presidente, Sadam Hussein, al enviar a miles de refugiados chiíes iraquíes a Irán a finales de los años ochenta. Desde todo punto de vista, la guerra de EE.UU. contra Iraq fue totalmente voluntaria e impuesta a los iraquíes por los extranjeros. Además, Irán ha estado trabajando, por lo menos desde 1982, por reforzar sus propios agentes de influencia en los establishment de seguridad y religiosos de Iraq.

Lo que es más importante, un alineamiento iraquí con Irán es el resultado no solo de dos décadas de intriga iraní, sino también de dos décadas de sanciones, guerra y ocupación por parte de EE.UU. Especialmente desde la ocupación estadounidense, los iraquíes han visto las maquinaciones iraníes en Iraq –e incluso la participación silenciosa de Irán en la horrible violencia sectaria en Iraq– solo como otro síntoma de una plaga provocada por la invasión de EE.UU.

Falta de opciones

Supongamos que Obama llegase al poder con la determinación de cambiar el acuerdo de retirada y de mantener tropas estadounidenses en Iraq. ¿Qué instrumentos tendríamos para obligar al primer ministro iraquí Nouri al-Maliki a dar marcha atrás frente a un público iraquí encolerizado y ante las amenazas de algunos grupos chiíes de retomar las armas si continúa la presencia militar de EE.UU.? ¿Qué podría hacer Obama para “recuperar la cooperación con Maliki”, como preguntan Danielle Pletka y Gary Schmitt?

La respuesta es, sorprendentemente poco, sobre todo porque para comenzar la relación entre EE.UU. e Iraq nunca fue una cooperación. Desde el principio fue una ocupación. La presencia de EE.UU. en Iraq –donde no solo trató de imponer el orden en el país, sino que a veces incluso tuvo Equipos Provinciales de Reconstrucción reemplazando a la sociedad civil– significó que Maliki tenía poca actividad propia. Además la resistencia, como la de los saderistas, de las milicias tribales suníes y las Brigadas Bader tuvieron pocos motivos para deponer sus armas; se trataba de combatir o colaborar, y prefirieron combatir.

Pero desde que EE.UU. posibilitó que Maliki creara sus propias fuerzas de seguridad, su bloque electoral y su burocracia –y así lograra un entendimiento con miembros de la “insurgencia”– ha encontrado a otros con los que puede contar para reforzar su régimen. No necesita fuerzas estadounidenses para intimidar, capturar o matar gente por su cuenta; su propia gente es bastante capaz de hacerlo.

Lejos de ser expulsado del país después de detener cientos de ex funcionarios baasistas durante este verano, Maliki aparentemente se las ha arreglado para utilizar ventajosamente semejantes acciones de mano dura. Como señaló recientemente el neoconservador Instituto para el Estudio de la Guerra: “Es evidente que Maliki resulta vencedor… Ha dificultado el disenso de sus rivales chiíes mientras confina simultáneamente a sus oponentes suníes a una posición adecuada para ejercer presión y explotar las divisiones en sus filas”. A pesar de toda la rampante falta de unidad y la criminalidad del gobierno iraquí, su dirigencia ha podido lograr cada vez más independencia de sus patrocinadores estadounidenses.

Más importante aún, Iraq tiene pocos motivos para mancillar una importante relación con su vecino iraní solo para complacer a Washington. Además se siente inquieto por su larga frontera con un objetivo de cambio de régimen y no desea involucrarse en el problema nuclear que preocupa tanto a Israel y EE.UU. “Los iraquíes”, señala Adil Shamoo, “pueden ver la diferencia entre programas de mutuo beneficio y los que crean la impresión de que EE.UU. es poderoso y puede hacer lo que quiere en Iraq”.

Falta de alternativas

Incluso “nuestro hombre en Iraq”, Ahmed Chalabi -que volvió al país a través de Langley, Virginia, después de agitar durante una década en el exilio por un cambio de régimen dirigido por EE.UU.– quiso ver a EE.UU. fuera de Iraq porque pensó que sería un suicidio político seguir asociado al país que pagó a su organización 335.000 dólares al mes durante el primer año de la ocupación.

Si EE.UU. no pudo asegurarse la gratitud de un hombre que pasó más de una década trabajando con la CIA para derrocar a Sadam Hussein, ¿a quién puede recurrir en Iraq para cobrar sus favores? Si la violencia sectaria no llega al nivel que tuvo en 2005, la gratitud es lo único que podría llevar a funcionarios iraquíes a cambiar de orientación, a permitir la vuelta de los soldados de EE.UU. y a concentrar sus esfuerzos de política exterior en una política doble de retirada y contención contra Irán.

Por desgracia para los neoconservadores, Iraq no es Corea del Sur y Japón y la “gratitud” parece escasear.

Paul Mutter es asociado de Truthout.org, así como colaborador de Focus , Mondoweiss , The Arabist y Salon.

Fuente: http://www.fpif.org/articles/iraq_and_the_limits_of_us_power

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About Ricardo Abud (Chamosaurio)

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