Socialdemocracia: refugio político del capitalismo

Socialdemocracia: refugio político del capitalismo
Por: Xavier padilla


La sociedad, tal como la conocemos, tal como la hemos vivido, tal como lamentablemente ha sido y aún es, va a cambiar y para siempre.

La urgente emergencia de un nuevo paradigma, de un nuevo orden social según el cual todo deberá reorganizarse, indica que los pueblos del mundo no tardarán en exigir el cambio y que terminarán por conseguirlo por los medios que encuentren. Es sólo una bomba de tiempo.

Pero frente a la gran avalancha de consciencia que sin duda comienza a formarse en todas partes, nuestra tarea de revolucionarios no sólo consiste en contribuir a fortalecer y a hacer rodar esa gigantesca bola de justicia que se aproxima, sino también a definir lo mejor que podamos el orden social que deberá suceder al orden decimado.

Nuestras sociedades están aún estructuradas en función al orden ideal y necesario que beneficia bellamente a las prácticas del capitalismo. Vivimos entre formas óptimas y eficaces para la explotación del hombre por el hombre y para la perpetuación de la injusticia y la desigualdad. Las relaciones humanas, determinadas por el egoísmo que deriva de la explotación consciente de nuestros semejantes, están basadas en la hipocresía.

Es obvio que en una sociedad así resulta un eufemismo intolerable hablar de solidaridad, concepto que sólo encontramos en las sociedades —aún teóricas— donde las relaciones de cooperación no se degradan mediante la explotación del prójimo. La cooperación debe ser la expresión colectiva de la solidaridad, y en ésta queda excluida toda posibilidad de explotación. El capitalismo, basado en el uso pragmático de los individuos y de sus necesidades vitales para la acumulación del poder de una elite explotadora, no es digno de atribuirse ninguna afinidad con el concepto de solidaridad, aun cuando sus defensores pretendan explicar la estabilidad y el buen funcionamiento de la sociedad mediante el melífero pretexto de una “alta cooperación” entre todos sus miembros.

La cooperación existe, ciertamente, entre todos los participantes reunidos en torno a la realización de un bien, de un producto, por cuya acción co-operan; pero operar simplemente unos junto a otros en un determinado proyecto no implica aun solidaridad alguna, al menos hasta tanto exista una repartición justa de los beneficios generados por el producto creado. Allí donde no hay repartición justa, no puede haber solidaridad.

Los dueños de los medios de producción alegan que justamente por disponer de tales propiedades aptas para la producción consiguen generar empleo y producir bienes para la sociedad, y que su iniciativa de producción es en sí una expresión de solidaridad social ya que nada ni nadie los obliga en principio a producir algo con lo que poseen, y que si fuesen realmente egoístas se dedicarían a disfrutar de sus pertenencias en forma privada e indiferente. Pero lo cierto es que esta clase de generosidad tiene muy mal escondidos sus verdaderos propósitos, y que la pobreza y la miseria del pueblo sólo sirven de cínico pretexto para el enriquecimiento de los grandes propietarios y patrones que disfrutan de los privilegios más diversos, especialmente aquellos transmutables directamente en bondades políticas.

No, su enriquecimiento y sus desproporcionados beneficios no son secundarios en su iniciativa de piedad por el pobre, ni mucho menos accidentales en caso de merecidos reconocimientos divinos —antes el cielo sería cómplice...—.

Pero tradicionalmente uno de los primeros en hacerse cómplice, justamente, de esta dudosa generosidad social de la burguesía es el Estado tal y como se presenta bajo una forma de gobierno social-demócrata. El mismo se convierte en el principal cliente de dicha elite, a la cual a su vez considera su mejor aliado en el soporte de sus relaciones comerciales internacionales, pero también en los asuntos de estabilidad doméstica. Las medias tintas morales de dicha democracia llamada social son tan obvias como detestables, y tan falso el poder de convencimiento de ésta como el altruismo social del gerente capitalista, quien tiene como nuevo mentor nada más ni menos que al propio Estado.

En realidad, la socialdemocracia es el invento por excelencia del capitalismo, una creación suya —¡maestra!— que le ha permitido perpetuarse en la modernidad en tiempos en que la consciencia de clase comenzaba a despertar en la mente del explotado, y éste empezaba como podía a informarse y educarse. La socialdemocracia legitimó audazmente derechos de voz y voto virtuales para el excluido que todavía lo tienen hipnotizado y confundido ante el espejismo de la representatividad, mientras sigue desde su espinazo cumpliendo el rol de esclavo y construyendo un país para otros.

Esa socialdemocracia es el modelito que aún domina el mundo y que los muertos insepultos de nuestra versión cuartorepublicana nos quieren volver a imponer: pitiyanki y representativa, patronal y carrerista. Claro, nuestra lucha es y será siempre contra el creador real de formas tan venenosas y nefastas, contra el verdadero arquitecto de máscaras tan burlescas y macabras: el Capitalismo. Pero no avanzaremos tan seguros sin saber claramente dónde se le asesta el golpe final, sin comprender bien sus carnestolendas fachadas, sus morbosas obras de comprada caridad. Sepámoslo pues, es allí, en la socialdemocracia, en sus embajadas aéreas de repúblicas ultrajadas donde encontraremos refugiado al monstruo decrépito huyendo de su sombra.


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About Ricardo Abud (Chamosaurio)

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