Bolivia: por un plato de lentejas
Jorge Gómez Barata • Visiones Alternativas
Al trabajar para disolver su Estado y su Nación y levantar en ese espacio enclaves locales que recuerdan principados medievales, la oligarquía boliviana cree que avanza cuando en realidad retrocede, revelando el primitivismo de una casta que actúa según atavismos implantados por las estructuras ideológicas de la conquista.
Deslumbrada por el dinero fácil del petróleo y el gas y con la ilusión de que distribuido entre menos tocarán a más, la oleoligarquía boliviana asume ante sus compatriotas una posición idéntica a la adoptada por los monarcas, los obispos y los papas del siglo XV.
En el medioevo, cuando todavía no existían las naciones ni los estados, era frecuente que los señores feudales reclutaran tropas mercenarias a las que pagaban con lo que cada cual obtuviera en el saqueo de las plazas conquistadas. Esa fue la mentalidad con que España y Portugal emprendieron la conquista de América y la ideología sembrada en las oligarquías que recibieron las republicas como botín.
Lo diferente en la colonización de América fue que, en el saqueo de los templos y los palacios, las tumbas y las poblaciones de México, Perú y Centroamérica, los ocupantes se percataron de que con la tecnología a su alcance, los pueblos originarios apenas habían obtenido una mínima porción del oro y la plata contenido en las entrañas de la tierra.
La explotación minera en gran escala formada por decenas de miles de minas, instalaciones para el procesamiento, almacenamiento y trasiego del mineral hasta los puertos de embarque y la creación de facilidades para avituallar a las flotas para la travesía hasta las metrópolis, dieron lugar a los asentamientos y al surgimiento de las ciudades, las haciendas ganaderas y las plantaciones.
El esquema se completó cuando la cría de ganado y el fomento de ciertos cultivos en México, Sudamérica y las Antillas, originalmente promovida para abastecer las localidades y a los trabajadores de las minas, se reveló como una empresa económicamente viable y alcanzó capacidad de exportación para una Europa hambrienta que de ese modo dispuso de carne, cueros, lana, azúcar, café, tabaco, especias y maderas. A la maldición del oro y la plata se sumó la del latifundio, la plantación, la estancia y el modelo agroexportador.
En aquel proceso tuvo lugar una imbricación de la cultura de los pueblos originarios, capaces de localizar las vetas y de cultivar la tierra con los conocimientos y las tecnologías de los europeos, que incorporaron herramientas, aperos de labranza, animales de trabajo y de cría y semillas. El conjunto dio lugar a lo que hoy llamaríamos un milagro económico, que ofreció a los europeos la posibilidad para implementar mecanismos de cooperación que, además de permitirles alcanzar sus objetivos, favorecieran la vida y el progreso de los pueblos originarios. Fue una oportunidad perdida.
Casi nadie recuerda la antológica historia de Potosí, la magnifica localidad boliviana, primer productor mundial de plata durante tres siglos y que fue la más rica y poblada ciudad del Nuevo Mundo con más habitantes que Madrid, Roma o París y que en 1625 pasaba de 100 000 almas.
Con plata del Cerro Rico, los lugareños compraban lencería de Holanda, sombreros en Paris, gemas del Oriente, porcelanas húngaras, cristales de Venecia, alfombras persas y seda china. No había en Europa una Casa de Moneda que acuñara tanto dinero como la suya ni iglesias con altares donde los ángeles tuvieran de plata las alas. Tanta riqueza demandó la construcción de mansiones, conventos, mercados, calzadas, fuentes, muebles, carruajes e hizo exclamar a Cervantes: “Vale un Potosí”
Pero Potosí era parte del esquema depredador donde el esplendor terminó con el mineral. De aquello que pareció un progreso, quedó el legado maldito de ocho millones de muertos, un país estructuralmente contrahecho y una oligarquía avara y racista, capaz de deshacer su país y despreciar a sus compatriotas con la ilusión de disfrutar para ella los lucros del petróleo.
Tal vez más temprano que tarde los trabajadores y los jóvenes, los hombres de campo y los pobladores humildes de los departamentos separatistas, que embaucados por promesas basadas en el reparto de migajas que jamás serán cumplidas, se aprestan a dar su voto a la oligarquía vendepatria en contra de sus hermanos de sangre y de clase, se arrepentirán lo mismo que aquel que en días de ignominia cambió la primogenitura por un plato de lentejas.
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