30-S, un golpe al Estado
Por: Alberto Acosta
Rebelión
Será una discusión interminable. Unos continuarán afirmando, sin dejar resquicio a duda alguna, que el 30-S se produjo un golpe de Estado.
Incluso no falta quien ve los tentáculos de la CIA detrás de lo sucedido. Esta es la posición oficial que construye una verdad indiscutible, buscando, a como dé lugar, sancionar a los culpables de su verdad. Otros niegan de forma categórica cualquier idea de golpe de Estado. Y no faltan algunos que incluso ven en lo sucedido en ese día una suerte de autogolpe, escenificado por el propio gobierno. La verdad, en estas circunstancias, seguirá tironeada por todo tipo de intereses. Las evidencias, en muchos casos, serán inservibles para quienes ya asumieron una posición frente a lo sucedido en esa fecha.
Ese día, al menos en eso pongámonos de acuerdo, se registró el hecho político más violento de las últimas décadas en el Ecuador. No da motivo para celebración alguna una fecha tan trágica. Tantos muertos y heridos, tanta violencia no se habían registrado desde la masacre de los trabajadores en el ingenio azucarero Aztra en 1978, durante la dictadura militar.
Sin negar que alrededor de los sucesos del 30-S hay todavía mucho por analizar, aparecen como evidentes al menos tres puntos. Uno, existió una conspiración fraguada con anterioridad, propiciada por una supuesta pérdida de beneficios a manos de la ley de servicio público, en la que estaban involucrados miembros de la Policía Nacional y de las Fuerzas Armadas; quienes no sólo se tomaron algunos cuarteles, sino que bloquearon la Asamblea Nacional, así como calles y carreteras en todo el país, a más de los aeropuertos de Quito y Latacunga, agrediendo brutalmente a la ciudadanía, lo que condujo al asesinato de varios civiles ese día. Dos, el presidente de la República quedó como rehén de la Policía Nacional cuando él, en un acto temerario, fue al regimiento Quito a tratar de frenar la sublevación en marcha o a enterarse de lo que estaba pasando allí. Tres, hubo un intento de asesinato del presidente, sobre todo al finalizar la jornada cuando tropas del Ejército entraron a rescatarle del hospital de la Policía y fueron recibidas violentamente por los policías sublevados.
Estos hechos, más allá de todas sus sinrazones, confirman que las circunstancias propicias para una asonada golpista no son necesariamente de naturaleza política y que no siempre un golpe es el resultado de acciones totalmente planificadas que tienen que conducir a un cambio de gobierno. Una acción golpista, por definición, no necesariamente hace ruido, tampoco tiene por que requerir mucha gente ni muchos escenarios para triunfar. Además, si esa habría sido la intención, no fue, al menos por lo pronto, necesario (o posible) culminar dicha sublevación policial y militar con un nuevo presidente. Sin embargo, esta sublevación pudo muy bien servir como un ensayo para lo que se considera un verdadero golpe de Estado… algo que ya ha acontecido en otras oportunidades.
Lo anterior, sin embargo, no puede ocultar que, en la práctica, el 30-S se dio un golpe al Estado Constitucional de Derechos. El Estado, por la sublevación policial y militar, se paralizó. El presidente, vejado y en una situación de vulnerabilidad extrema, quedó como rehén en un recinto policial, limitado en sus funciones. Las actividades públicas y privadas se vieron interrumpidas de forma violenta. La ciudadanía quedó en indefensión. La sociedad se vio afectada en el ejercicio de sus derechos; las agresiones policiales a la ciudadanía y los saqueos en Guayaquil son apenas las muestras más brutales de dicha situación. La cúpula gubernamental no atinó respuestas adecuadas. La incapacidad de la Asamblea Nacional fue manifiesta. La escasa movilización de Alianza País para respaldar al presidente en las calles, a pesar de asomar como la principal fuerza electoral, demostró sus limitaciones en tanto fuerza política organizada. El posicionamiento público de la cúpula militar, a través de una conferencia de prensa, condicionando veladamente su apoyo al presidente de la República a la revisión de sus ingresos, transformó nuevamente a las Fuerzas Armadas en “garantes” de la democracia, una institución abolida conscientemente en la Constitución de Montecristi.
Los sectores sociales y las izquierdas, que en su mayoría no están dentro de Alianza País, se fragmentaron. Algunos, en su bronca con algunas políticas del gobierno, plegaron inmediatamente a la sublevación policial, sin reflexionar para nada sobre las consecuencias de un cambio de gobierno y una afectación del proceso democrático. Otros grupos, sobre todo el movimiento indígena, rechazaron “la intentona golpista” y llamaron a defender el Estado Plurinacional. Pero no hubo un posicionamiento claro y categórico para defender la democracia en el marco de la Constitución de Montecristi ampliamente aprobada por el pueblo ecuatoriano dos años antes. En concreto, los movimientos sociales, que en un momento dado fueron aliados estratégicos de la Revolución Ciudadana, sobre todo durante la discusión constituyente, no se manifestaron en las calles en defensa de su Constitución...
En otros sectores de la sociedad, mayoritarios por cierto, una suerte de preocupada apatía fue la característica.
Sin caer en el simplismo de ver golpistas en todas las esquinas y en todos los grupos de las derechas, hay que reconocer la existencia de fuerzas desestabilizadoras desde hace mucho tiempo atrás, que no solo están en Sociedad Patriótica. Estas fuerzas no cejarán en su empeño por más que se ahonde la derechización de las políticas gubernamentales. Las oligarquías no asumirán como propio al gobierno actual aunque se rinda ante sus pretensiones, como parece suceder con cada día que pasa. Un proceso político, que abrió la puerta a transformaciones profundas, que incluso podrían ser asumidas como revolucionarias, sobre todo en el marco de la Constitución de Montecristi, no será nunca confiable para quienes ven en riesgo sus privilegios…
Lo lamentable es que, luego del 30-S, el gobierno fue incapaz de dar respuestas políticas categóricas. En su miopía autoritaria, buscando de paso pulir la imagen del presidente, convocó a una consulta popular para atropellar varios de los principios fundamentales de la Constitución, como son la independencia de la justicia y la misma participación ciudadana. Igualmente, en lugar de buscar un acercamiento franco con los movimientos socialesy las fuerzas políticas de las izquierdas para reconducir el proceso político de cambio reencontrándose con sus principios originales, los combate implacablemente. Basta anotar la criminalización de la protesta popular usando leyes represivas de las épocas oligárquicas.
Hoy, en el primer aniversario del fatídico 30-S, urge condenar toda intentona golpista venga de donde venga. Negar su posibilidad sería irresponsable. También sería ingenuo no comprender que una de las armas más socorridas para impedir que brille la verdad radica en neutralizar la opinión pública. Y para conseguirlo nada mejor que dejar a la sociedad discutiendo si hubo o no golpe el día 30-S.
Para que no se repita un 30-S más, hay que aclarar lo sucedido. Y por cierto, de ser del caso, establecer las correspondientes sanciones. La pregunta de quiénes estuvieron involucrados es plural. ¿Quiénes son los responsables del 30-S? ¿Quiénes organizaron la asonada policial y militar? ¿Quiénes son sus autores, cómplices y encubridores? ¿Quiénes retuvieron al presidente? ¿Quiénes agredieron y luego dispararon al presidente? ¿Quiénes ordenaron el asalto violento al hospital de la Policía? ¿Quiénes impiden que se conozca la verdad? ¿Qué se negoció con Fuerzas Armadas y otros sectores de la Policía Nacional para ganar o recuperar su apoyo? Quizás desde ya la sociedad debe asumir el compromiso de organizar una comisión de la verdad, incluso en un gobierno posterior al actual, que permita aclarar estos hechos y sancionar a los responsables.
Es errado considerar que la defensa del Estado democrático es un tema simplemente judicial-penal para construir la historia oficial. Por eso, no está bien que el gobierno presione por las sentencias para demostrar su verdad.
Por otro lado, y esto es lo que realmente cuenta, el combate a los golpismos de cualquier cuño pasa por hacer realidad los cambios estructurales que requiere la sociedad. Para que una verdadera revolución se haga realidad, no basta hablar de revolución y cantar de vez en cuando el “che Guevara”. La revolución exige revolución.
La agenda para esos cambios estructurales está trazada en la Constitución que aprobó mayoritariamente el pueblo ecuatoriano el 28 de septiembre del 2008, a la que habrá que defender activamente y dotarle de vida al exigir el cumplimiento de sus principios, amenazados incluso por las políticas gubernamentales y no sólo por los grupos golpistas. Esto implica oponerse en los hechos a aquellas políticas gubernamentales reaccionarias y así como también a aquellas prácticas represivas en contra de la lucha popular desplegadas por el gobierno. Para lograr estos cometidos, en el marco de la construcción de un Estado plurinacional será necesario organizar un gran dialogo de todas las fuerzas que propician la revolución en democracia (en el que habría que incluir a quienes en Alianza País estén todavía dispuestos a jugarse por cambios radicales…).
La tarea luego del 30-S sigue siendo la misma. Hay que construir democráticamente una sociedad democrática. No hay otro camino. Sin democracia no hay revolución, y sin revolución no hay democracia. Y eso será posible solo si cristaliza una verdadera y sólida unidad democrática de todas las fuerzas que quieren transformar radicalmente el Ecuador.-
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[1] Editorial Diario Hoy, Quito, 22 de febrero de 1996 (A propósito del Caso Putumayo: 11 campesinos torturados y encarcelados por 3 años y medio, acusados injustamente por la muerte de policías y soldados ecuatorianos).
Por: Alberto Acosta
Rebelión
“No hay peor tozudez que la que arrastra en su torpeza a otros.
No hay peor tozudez que la del Poder, cuando se equivoca, y ese espíritu de infalibilidad le impide reconocer que se equivocó”.
Javier Ponce Cevallos [1]
Será una discusión interminable. Unos continuarán afirmando, sin dejar resquicio a duda alguna, que el 30-S se produjo un golpe de Estado.
Incluso no falta quien ve los tentáculos de la CIA detrás de lo sucedido. Esta es la posición oficial que construye una verdad indiscutible, buscando, a como dé lugar, sancionar a los culpables de su verdad. Otros niegan de forma categórica cualquier idea de golpe de Estado. Y no faltan algunos que incluso ven en lo sucedido en ese día una suerte de autogolpe, escenificado por el propio gobierno. La verdad, en estas circunstancias, seguirá tironeada por todo tipo de intereses. Las evidencias, en muchos casos, serán inservibles para quienes ya asumieron una posición frente a lo sucedido en esa fecha.
Ese día, al menos en eso pongámonos de acuerdo, se registró el hecho político más violento de las últimas décadas en el Ecuador. No da motivo para celebración alguna una fecha tan trágica. Tantos muertos y heridos, tanta violencia no se habían registrado desde la masacre de los trabajadores en el ingenio azucarero Aztra en 1978, durante la dictadura militar.
Sin negar que alrededor de los sucesos del 30-S hay todavía mucho por analizar, aparecen como evidentes al menos tres puntos. Uno, existió una conspiración fraguada con anterioridad, propiciada por una supuesta pérdida de beneficios a manos de la ley de servicio público, en la que estaban involucrados miembros de la Policía Nacional y de las Fuerzas Armadas; quienes no sólo se tomaron algunos cuarteles, sino que bloquearon la Asamblea Nacional, así como calles y carreteras en todo el país, a más de los aeropuertos de Quito y Latacunga, agrediendo brutalmente a la ciudadanía, lo que condujo al asesinato de varios civiles ese día. Dos, el presidente de la República quedó como rehén de la Policía Nacional cuando él, en un acto temerario, fue al regimiento Quito a tratar de frenar la sublevación en marcha o a enterarse de lo que estaba pasando allí. Tres, hubo un intento de asesinato del presidente, sobre todo al finalizar la jornada cuando tropas del Ejército entraron a rescatarle del hospital de la Policía y fueron recibidas violentamente por los policías sublevados.
Estos hechos, más allá de todas sus sinrazones, confirman que las circunstancias propicias para una asonada golpista no son necesariamente de naturaleza política y que no siempre un golpe es el resultado de acciones totalmente planificadas que tienen que conducir a un cambio de gobierno. Una acción golpista, por definición, no necesariamente hace ruido, tampoco tiene por que requerir mucha gente ni muchos escenarios para triunfar. Además, si esa habría sido la intención, no fue, al menos por lo pronto, necesario (o posible) culminar dicha sublevación policial y militar con un nuevo presidente. Sin embargo, esta sublevación pudo muy bien servir como un ensayo para lo que se considera un verdadero golpe de Estado… algo que ya ha acontecido en otras oportunidades.
Lo anterior, sin embargo, no puede ocultar que, en la práctica, el 30-S se dio un golpe al Estado Constitucional de Derechos. El Estado, por la sublevación policial y militar, se paralizó. El presidente, vejado y en una situación de vulnerabilidad extrema, quedó como rehén en un recinto policial, limitado en sus funciones. Las actividades públicas y privadas se vieron interrumpidas de forma violenta. La ciudadanía quedó en indefensión. La sociedad se vio afectada en el ejercicio de sus derechos; las agresiones policiales a la ciudadanía y los saqueos en Guayaquil son apenas las muestras más brutales de dicha situación. La cúpula gubernamental no atinó respuestas adecuadas. La incapacidad de la Asamblea Nacional fue manifiesta. La escasa movilización de Alianza País para respaldar al presidente en las calles, a pesar de asomar como la principal fuerza electoral, demostró sus limitaciones en tanto fuerza política organizada. El posicionamiento público de la cúpula militar, a través de una conferencia de prensa, condicionando veladamente su apoyo al presidente de la República a la revisión de sus ingresos, transformó nuevamente a las Fuerzas Armadas en “garantes” de la democracia, una institución abolida conscientemente en la Constitución de Montecristi.
Los sectores sociales y las izquierdas, que en su mayoría no están dentro de Alianza País, se fragmentaron. Algunos, en su bronca con algunas políticas del gobierno, plegaron inmediatamente a la sublevación policial, sin reflexionar para nada sobre las consecuencias de un cambio de gobierno y una afectación del proceso democrático. Otros grupos, sobre todo el movimiento indígena, rechazaron “la intentona golpista” y llamaron a defender el Estado Plurinacional. Pero no hubo un posicionamiento claro y categórico para defender la democracia en el marco de la Constitución de Montecristi ampliamente aprobada por el pueblo ecuatoriano dos años antes. En concreto, los movimientos sociales, que en un momento dado fueron aliados estratégicos de la Revolución Ciudadana, sobre todo durante la discusión constituyente, no se manifestaron en las calles en defensa de su Constitución...
En otros sectores de la sociedad, mayoritarios por cierto, una suerte de preocupada apatía fue la característica.
Sin caer en el simplismo de ver golpistas en todas las esquinas y en todos los grupos de las derechas, hay que reconocer la existencia de fuerzas desestabilizadoras desde hace mucho tiempo atrás, que no solo están en Sociedad Patriótica. Estas fuerzas no cejarán en su empeño por más que se ahonde la derechización de las políticas gubernamentales. Las oligarquías no asumirán como propio al gobierno actual aunque se rinda ante sus pretensiones, como parece suceder con cada día que pasa. Un proceso político, que abrió la puerta a transformaciones profundas, que incluso podrían ser asumidas como revolucionarias, sobre todo en el marco de la Constitución de Montecristi, no será nunca confiable para quienes ven en riesgo sus privilegios…
Lo lamentable es que, luego del 30-S, el gobierno fue incapaz de dar respuestas políticas categóricas. En su miopía autoritaria, buscando de paso pulir la imagen del presidente, convocó a una consulta popular para atropellar varios de los principios fundamentales de la Constitución, como son la independencia de la justicia y la misma participación ciudadana. Igualmente, en lugar de buscar un acercamiento franco con los movimientos socialesy las fuerzas políticas de las izquierdas para reconducir el proceso político de cambio reencontrándose con sus principios originales, los combate implacablemente. Basta anotar la criminalización de la protesta popular usando leyes represivas de las épocas oligárquicas.
Hoy, en el primer aniversario del fatídico 30-S, urge condenar toda intentona golpista venga de donde venga. Negar su posibilidad sería irresponsable. También sería ingenuo no comprender que una de las armas más socorridas para impedir que brille la verdad radica en neutralizar la opinión pública. Y para conseguirlo nada mejor que dejar a la sociedad discutiendo si hubo o no golpe el día 30-S.
Para que no se repita un 30-S más, hay que aclarar lo sucedido. Y por cierto, de ser del caso, establecer las correspondientes sanciones. La pregunta de quiénes estuvieron involucrados es plural. ¿Quiénes son los responsables del 30-S? ¿Quiénes organizaron la asonada policial y militar? ¿Quiénes son sus autores, cómplices y encubridores? ¿Quiénes retuvieron al presidente? ¿Quiénes agredieron y luego dispararon al presidente? ¿Quiénes ordenaron el asalto violento al hospital de la Policía? ¿Quiénes impiden que se conozca la verdad? ¿Qué se negoció con Fuerzas Armadas y otros sectores de la Policía Nacional para ganar o recuperar su apoyo? Quizás desde ya la sociedad debe asumir el compromiso de organizar una comisión de la verdad, incluso en un gobierno posterior al actual, que permita aclarar estos hechos y sancionar a los responsables.
Es errado considerar que la defensa del Estado democrático es un tema simplemente judicial-penal para construir la historia oficial. Por eso, no está bien que el gobierno presione por las sentencias para demostrar su verdad.
Por otro lado, y esto es lo que realmente cuenta, el combate a los golpismos de cualquier cuño pasa por hacer realidad los cambios estructurales que requiere la sociedad. Para que una verdadera revolución se haga realidad, no basta hablar de revolución y cantar de vez en cuando el “che Guevara”. La revolución exige revolución.
La agenda para esos cambios estructurales está trazada en la Constitución que aprobó mayoritariamente el pueblo ecuatoriano el 28 de septiembre del 2008, a la que habrá que defender activamente y dotarle de vida al exigir el cumplimiento de sus principios, amenazados incluso por las políticas gubernamentales y no sólo por los grupos golpistas. Esto implica oponerse en los hechos a aquellas políticas gubernamentales reaccionarias y así como también a aquellas prácticas represivas en contra de la lucha popular desplegadas por el gobierno. Para lograr estos cometidos, en el marco de la construcción de un Estado plurinacional será necesario organizar un gran dialogo de todas las fuerzas que propician la revolución en democracia (en el que habría que incluir a quienes en Alianza País estén todavía dispuestos a jugarse por cambios radicales…).
La tarea luego del 30-S sigue siendo la misma. Hay que construir democráticamente una sociedad democrática. No hay otro camino. Sin democracia no hay revolución, y sin revolución no hay democracia. Y eso será posible solo si cristaliza una verdadera y sólida unidad democrática de todas las fuerzas que quieren transformar radicalmente el Ecuador.-
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[1] Editorial Diario Hoy, Quito, 22 de febrero de 1996 (A propósito del Caso Putumayo: 11 campesinos torturados y encarcelados por 3 años y medio, acusados injustamente por la muerte de policías y soldados ecuatorianos).
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