Rusia y Cuba. Memorias de un corresponsal en los albores de una amistad
Por: Leonid Kamynin
Aún antes de que Moscú y La Habana establecieran oficialmente las relaciones diplomáticas, entre Cuba y la entonces Unión Soviética ya había brotado una sorprendente, rara cercanía, una atracción que, de una forma poética, se podría definir como un amor a primera vista.
Nosotros, el pueblo soviético, educados en las mejores tradiciones del internacionalismo, no dudamos ni un instante en prestar todo el apoyo, toda nuestra ayuda a aquella gente de la lejana isla caribeña, que tras haber derrocado a su dictador y haberse deshecho de los abusos yanquis, se encontraba sometida a un asfixiante bloqueo económico y con la espada de Damocles de una intervención militar de EEUU pendiendo constantemente sobre sus cabezas.
Quiero resaltar que en aquella ocasión se había producido una explosión de simpatía hacia el pueblo cubano, un pálpito básico, puramente humano, ese que sale del corazón y hace brotar sentimientos. Nosotros admirábamos a un pueblo valiente al que no le había temblado el pulso al retar a su poderoso vecino, que llevaba ya decenios ocupando de hecho Cuba, campando por sus fueros, actuando como si fuera de su propiedad. A unas personas adornadas generosamente con virtudes tales como la sociabilidad, la bondad, una extraordinaria alegría de vivir, una envidiable facilidad para sortear las dificultades y que eran capaces de disfrutar como niños, apasionadamente de la más mínima alegría. En aquellos primeros meses tras la victoria de la Revolución, Cuba dejó de ser una isla para transformarse en un infinito mar de entusiasmo general, de la pasión de un pueblo que había conquistado su verdadera libertad e independencia bajo la dirección de Fidel Castro.
Es fácil comprender con qué emotividad percibió nuestra generación de ciudadanos soviéticos aquellos acontecimientos. Nos alegrábamos sinceramente, de verdad, por los cubanos pero, al mismo tiempo experimentábamos una molesta, extraña comezón en el fondo de nuestros corazones. Entendíamos, intuíamos muchos de los elementos negativos que el modelo burocrático de socialismo que habíamos elegido para nuestro propio país había generado, habían desvirtuado la magia de la revolución.
Para los cubanos esas nuevas y cercanas relaciones con un lugar tan lejano, con una gran potencia, también fueron todo un descubrimiento. Ellos, entonces, no sabían de la Unión Soviética, de Rusia, prácticamente nada. Sin embargo, recién empezada su nueva vida en unas condiciones tan precarias, los cubanos pronto pudieron comprobar que no estaban solos, que en el mundo había un país lejano, sí, semidesconocido, sí, pero con el que podían contar como un fiel amigo. Rusia, Soviéticos, Moscú, estas palabras hacía poco tiempo que no significaban nada para ellos, pero no tardaron en sonar como una letanía mágica en sus conversaciones, algo que les ayudaría a superar todas sus dificultades. Y realmente, es difícil no valorar en su justa medida la importancia que tuvo para Cuba el hecho de que la Unión Soviética adquiriera toda la producción de azúcar, su principal producto de exportación, que los EEUU habían dejado de comprar con el único objetivo de desangrar económicamente a la irreductible Isla de la Libertad.
En definitiva, sería altamente complicado hallar un fenómeno semejante, cuando un arranque de simpatía mutua, de atracción unánime de dos naciones, fuera el principal precursor y motivo para el establecimiento de las relaciones diplomáticas entre ellas. Pero precisamente así está escrita la historia de nuestras relaciones con Cuba.
Yo tuve la suerte de ser testigo de este histórico acontecimiento en calidad de corresponsal de Izvestia, el primero de los periódicos soviéticos en abrir una corresponsalía en La Habana. Y siempre recordaré lo agradable que era el sencillo vivir cada día, y lo fácil y grata mi labor profesional. Siempre sentía ese interés constante, esa sincera atención por parte de los cubanos. Calidez. Yo era para ellos un soviético, como entonces nos llamaban. Eso era importante. Orgullosos, siempre con ese especial sentido de dignidad, los isleños, llevaban a gala no ocultar sus sentimientos.
Recuerdo una vez, poco después de establecidas las relaciones diplomáticas, uno de nuestros trasatlánticos llegó a La Habana con más de mil jóvenes dispuestos a ayudar en la zafra de caña de azúcar. El puerto estaba abarrotado de gente para recibirlos. El aire vibraba con sus vítores de bienvenida. Nuestros chicos todavía no tenían ni idea de cómo agarrar un machete, pero estaban tan entusiasmados que, como bromeaban los habaneros, iban a enterrar al mundo en azúcar cubano.
Para celebrar el acontecimiento, el capitán del crucero había organizado una gran recepción a bordo, en la cubierta, a cielo abierto. En un momento dado, apareció Fidel acompañado de sus colaboradores. Iban vestidos con un sencillo uniforme militar color verde olivo, con las guerreras desabrochadas. Talante informal. Y era evidente que les resultó chocante ver a nuestros diplomáticos de rigurosa etiqueta, traje oscuro y corbata, de protocolo, sentados a la mesa de la fiesta. Y ese calor... más de 30º C con una gran humedad, estábamos como en una sauna... Finalmente, Fidel no pudo reprimirse más y, con una amplia sonrisa, gritó a los asistentes "¡Por favor, sin corbatas!" Y lo cierto es que entre amigos, sobran los protocolos y las formalidades.
En esos momentos, muy lejos, en la ciudad rusa de Rostov, en una planta de maquinaria agrícola, ingenieros y operarios no escatimaban esfuerzos para ultimar las nuevas máquinas recogedoras de caña de azúcar que, poco después, operarían en las plantaciones cubanas...
... Años después, nuestra prensa y nuestros círculos liberales darán una valoración muy diferente a los vínculos con Cuba, y los tildarán de esfuerzo vano, unilateral, deficitario. Sí, es un país pequeño, sin recursos naturales y todavía prisionero del bloqueo de los EEUU. Tiene poco que ofrecer, pero marginarlo sería tratarlo injustamente. Recordemos tan sólo el año 1988, cuando en Armenia, todavía parte integrante de la Unión Soviética, tuvo lugar un terremoto devastador. La isla caribeña envió un gran grupo de médicos y equipamiento de primer nivel. En este ámbito, y es un hecho, Cuba no tiene a quién envidiar. Nos daban lo mejor que tenían.
Los nuevos tiempos, estos de hoy, dictan sus reglas en nuestras relaciones con otros países. El estandarte de nuestra diplomacia actual es el pragmatismo, indudablemente provechoso para los intereses de nuestro país. Pero la historia queda ahí, y aquellos luminosos, extraordinarios acontecimientos ocurridos hace cincuenta años permanecerán para siempre en la memoria de quién los vivió. Unos días que le dieron forma y color a nuestra amistad con Cuba.
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