Domingo, 28 de dicembre de 2008
Autogestión y lucha desde los campamentos mineros
Por: Nadia Ch.
revolucionemosoaxaca.org
Un triunfante Gonzalo Sánchez de Lozada había asumido la presidencia de la república Bolivia aquel 1993, y con él también triunfaban las políticas neoliberales en el país.
El ahora fugitivo de la justicia boliviana, Sánchez de Lozada, es parte de un poderoso grupo de empresarios de la llamada “minería mediana”, que había sido apoyada por dictaduras como la de René Barrientos Ortuño en 1964.
En éste su primer gobierno, Sánchez de Lozada y su gabinete aprobaron la privatización de las empresas nacionales, bajo un eufemismo: “la capitalización”, que continuaba con la ley 21060 del año 1985, emblema de la derecha, que impuso la flexibilización laboral, la desarticulación de las organizaciones sindicales más poderosas del país y la profundización de la pobreza para una gran parte de la población.
Así, las empresas estratégicas que habían estado hasta ese entonces en manos del estado, fueron vendidas a empresas transnacionales, los servicios de telefonía, de agua potable y alcantarillado, la empresa de ferrocarriles, los recursos hidrocarburíferos y toda su cadena de producción se remataron a precios bajísimos, al igual que las fundiciones mineras, viejos símbolos de la Revolución Nacional de 1952 y de la lucha de los trabajadores mineros. Se trataba pues, de un giro histórico en la historia del país: se ingresaba al tiempo donde las personas que llegaron a los puestos de poder, se creían dueños del país y de la vida de aquellas y aquellos que se opusieron a la ola neoliberal.
Fuimos conocidos por la actividad minera, si el mundo tenía una idea de Bolivia era por las ingentes cargas de plata del Cerro Rico de Potosí, por el estaño de “La Salvadora”. Pero dentro de los socavones oscuros y fríos, estaban miles de trabajadores mineros, ellos morían y mueren escupiendo sangre por la silicosis, el mal de mina, -recordando una frase de Galeano- para que el mundo pudiese consumir estaño barato.
Para Bolivia, la misma constitución de gran parte de su historia giraba alrededor de la lucha de los sindicatos mineros, éramos y somos lo que las batallas de éstos, a punta de dinamita y antiguos fusiles, nos labraron y tallaron en la memoria y en el mismo cuerpo social. La autoorganización obrera en las resistencias a las dictaduras, fue un signo de la época y de la política subterránea popular.
Un “Grupo armado de insurrectos”: la toma de las minas de Amayapampa y Capacirca
Cuando la minería nacional fue desarticulada y junto a ella los otrora poderosos sindicatos de trabajadores mineros, quedaron las empresas privadas, grandes o pequeños consorcios privados. Así sucedió en la más conocida región minera del país: Llallagua, en el departamento sureño de Potosí. En las alturas del altiplano andino, a más de 4 mil metros de altura, están enclavados solitarios campamentos mineros como los de Amayapampa y Capacirca, en medio de comunidades o ayllus indígeno campesinos, con tradiciones guerreras, (como los Laymi o los Jukumani), los mismos trabajadores mineros de la región salieron de dichas comunidades e ir a encontrar para los empresarios canadienses y norteamericanos, el oro que aún está escondido entre las venas del mineral de esos socavones.
Raúl Garafulic, dueño de Capacirca, decidió vender la mina a La Vista Gold Corporation, consorcio norteamericano canadiense que adquirió la titularidad de dichas minas, y que fue denunciado por sus mismos trabajadores por evasión de impuestos y por estar protegida en estos actos por el mismo estado. Los trabajadores reaccionaron inmediatamente ante el anuncio de la venta, y después de varias medidas de protesta, como las huelgas de hambre exigiendo estabilidad laboral, O´connor, el nuevo dueño, decidió cerrar la mina, es por eso que los trabajadores, después de varias reuniones, determinaron en una Asamblea General, hacerse cargo ellos mismos de la producción minera y de la defensa de los recursos naturales, además de promover el aprovechamiento de los excedentes generados por la minería para la región. “¡allanamiento contra la propiedad privada!” ladraron los defensores de ésta última.
Fue la primera experiencia de autogestión obrera en nuestro país, y por su puesto, la ocupación fue demasiado tanto para el nuevo dueño de la empresa como para el gobierno y éstos no la permitirían bajo ningún motivo.
Ya en noviembre de ese año, varios trabajadores habían tomado las instalaciones de la mina y estaban escondidos entre los cerros, junto a los comunarios Laymes, Jukumanis y Panakachis , quienes se habían unido a los trabajadores mineros a través de un acuerdo, o “pacto de sangre”, como lo llamaban ellos mismos. Para hacer las vigilias, los trabajadores y comunarios llevaron sus viejos fusiles máuser, mientras las ollas comunes alcanzaban a alimentar a todas las personas que ocuparon la mina, luego se unieron los obreros de la mina vecina Amayapampa.
Sendas comisiones enviadas por el gobierno a instancias de O´Connor, trataron de convencer a los trabajadores de que la política empresarial era correcta y que pensar en mejores condiciones de trabajo y producción en manos de los trabajadores era sencillamente una anacrónica fantasía. El 17 de diciembre se dio la toma definitiva y masiva de las dos minas, desalojaron a los técnicos de la empresa y a la policía que resguardaba el lugar.
“Acá el dueño es un gringo”: la Operación Gold
Mientras los trabajadores nombraban ya su “comité administrativo” que se haría cargo de todos los asuntos de administración de la producción en la mina, el 18 de diciembre habían llegado más policías y militares a Catavi, un pueblo cercano: se estaba preparando la masacre. El conocido Carlos Sánchez Berzaín ministro del interior de Sánchez de Lozada, y el mismo presidente de la república, habían afirmado que no se trataba de otra cosa que de un “grupo armado de insurrectos”1. Entonces la “Operación Gold”2 de retoma de la mina, se puso en marcha. Toda la parafernalia militar y policial se lanzó contra los mineros y comunarios que estaban ocupando Amayapampa y Capacirca. Las tropas represoras ingresaron por el camino central en Amayapampa y se enfrentaron a las personas que hacían guardia en el cerro con algunas hondas y dinamita.
El pedido de los dirigentes mineros fue el del retiro inmediato de los 1500 efectivos policiales y militares, pero la orden era específica, la retoma de las minas: “Acá el dueño es un gringo, había dicho a los trabajadores el comandante de la policía presente en el operativo, ese gringo va a estar a cargo de este sector”, con esas palabras, dejó a un lado cualquier pedido de dialogo y dio 30 minutos a las 4 mil personas que estaban en el lugar para retirarse.
Nadie se movió, y una Asamblea popular organizada ese mismo momento, decidió rechazar el ultimátum, pero antes de que se cumpliese el plazo se dio la orden de “inicio del operativo”. Militares y policías bien pertrechados comenzaron el ataque hacia los cerros donde estaban de pié comunarios y trabajadores, todo para “tomar una población fantasmagóricamente pobre” 3: Amayapampa.
La arremetida se inició con ráfagas de metralla, ahí muchos y muchas cayeron herido/as, luego se hizo uso de morteros de guerra. Galo Luna, un joven dirigente minero, fue herido y luego de haberse rendido levantando las manos, fue rematado. Cayó desde una especie de loma alta, intentó salir “arañando la tierra”, pero falleció aquel instante4. Ese mismo momento también cayeron acribillados los mineros Santos Ossio Padilla, Miguel Choque Gutiérrez, luego morirían Wilmer González, de 15 años de edad, quien estaba en la primera línea de combate y José Espinoza Mercado por bala de guerra. Estos también fueron los muertos de Sánchez de Lozada, la masacre fue digitada y aprobada por él en esta su primera gestión en el gobierno.
“¡Estamos también ahora en una dura batalla compañeros, resistiendo al gobierno de los empresarios privados…!”5 así se escucharon las declaraciones de un trabajador que transmitía para la legendaria Radio Pío XII -la voz de los mineros desde las duras épocas de las dictaduras militares6. Ese momento se vivía otro tipo de dictadura enmascarada por “las elecciones democráticas”, pero las dinamitas de los mineros y su conocimiento del terreno impidieron el éxito de la misión de las tropas combinadas enviadas por el gobierno de Sánchez de Lozada. Las declaraciones de los mineros en plena balacera intentaban hacer un recuento de los heridos: Juan Fiesta, Hilarion Copa, José Chuchinca, Silverio Copa, Corcino Fernández, Vicente Choque, Florencio Suturi… muchos otros nombres.
La respuesta brutal hacia la iniciativa de autogestión de los mineros, estuvo en exacta correspondencia al horror que sintieron empresarios y gobierno ante la organización obrera y ante la posibilidad de que en otros lugares se imitase el ejemplo de los trabajadores de Capacirca y Amayapampa: llegaron cuatro unidades del ejército de los motorizados y los Ranger, también oficiales de la policía especial de seguridad y antimotines, cerca de 3 mil efectivos en total y retomar para los gringos la mina. Mataron a varias personas, rastrillaron la zona y tomaron muchos presos a quienes se les propinó golpizas y vejámenes. Muchas familias pasaron esa noche escondidos en los cerros aledaños.
El 20 ya habían repercusiones y en Llallagua, lugar de paso obligado para llegar a las dos minas, se dieron otros enfrentamientos. Los militares respondieron con disparos de sus fusiles, situación que duro toda la noche, ya el 21, se atacó a mansalva con ametralladoras a trabajadores que estaban tratando de comer algo en la vigilia, decenas de detenidos fueron torturados, también los periodistas de Pío XII.
Capacirca presentó una defensa bien organizada y férrea, las fuerzas militares no pudieron ingresar a la zona, y con dinamitas y las piedras los trabajadores lograron realizar una efectiva guardia aún cuando desde afuera les fue cortada la electricidad, luego, se informó de la muerte de un coronel en medio de las refriegas. Un informe dado en un periódico local detalla que el gobierno, el 21 había decidido utilizar bazucas y morteros contra los mineros que habían hecho retroceder a los militares en Capacirca7.
“Rendición de los trabajadores” exigieron los ministros y el presidente ¿es rara esa frase?, no, porque los mineros eran sus enemigos, y por tanto o ellos debían rendirse o se debía rendirlos a balas. Esa fue siempre la lógica de la burocracia gubernamental… y también del ejército: ingresa a los lugares como los campamentos mineros o a las barricadas de la ciudad de El Alto, como si se tratase de un territorio extranjero, pero ¿puede haber algo más ajeno para la élite, que esos comunarios y mineros, gracias a los cuales, paradójicamente, pueden vivir bien? Y viceversa, no hay nada más foráneo para el pueblo boliviano en lucha, que esas élites y oligarquías, y es verdad que en determinada forma, ya como una “tradición”, los contingentes de mineros en apronte para cualquier movilización, han sido considerados como una “avanzada y milicia” popular.
El 21 de diciembre cientos y cientos de mineros cooperativistas (diferentes a los mineros sindicalizados), llegaron para apoyar a sus compañeros, también acudieron al llamado de solidaridad los estudiantes de la conocida Universidad Siglo XX, estuvieron vecinos llallagueños, maestros, comunarios que llegaban por caminos escondidos con comida para la resistencia, los “comités de amas de casa” también llegaron a la zona “frente a las órdenes de asesinato de nuestros hermanos” proclamaron, casi todo el norte de Potosí se trasladó al lugar y convocaron a defender Radio Pío XII que estaba siendo amenazada, a su vez llamaron a otras organizaciones para un “bloqueo nacional de caminos”, aún bajo la amenaza de la utilización de los morteros y bazucas.
Antes de que se generalizase el conflicto, el gobierno decidió, que después de tantos mineros y comunarios fallecidos (además el coronel Rivas), lo mejor era abrir una mesa de negociación, en la cual la dirigencia de la Central Obrera Boliviana, a la cual está adscrito el Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Capacirca, estableció un acta de acuerdo, donde se prometía la devolución de las minas, éste resultado fue considerado por muchos como una traición.
Los mineros de Capacirca estaban cercados por militares y policías, entonces realizaron una Asamblea de consulta, final y dolorosamente, se aceptó desocupar la mina, no sin antes mostrar “el arsenal” que el gobierno decía que tenían: las q´urawas (hondas) de guerra, varios cartuchos de dinamita, algunos viejos y muy simbólicos máuseres y las latas de sardinas en conserva.
Las últimas palabras del Ampliado de trabajadores fueron:
No renunciamos al objetivo de que sea el pueblo boliviano (obreros, ayllus, cooperativistas, desocupados, etc.) quienes explotemos nuestros recursos naturales y no empresas transnacionales del imperialismo, como la Vista Gold Corporation8.
Cuatro años más tarde otros sectores retomaron esta tarea, y fueron personas (muchos de ellas hijos e hijas de trabajadores mineros) que en el departamento de Cochabamba pelearían y ganarían en las calles a la política de privatización del agua, en abril del 2000.
Aprendizajes
“No creen en las leyes bolivianas” habían dicho sobre los trabajadores y comunarios horas antes de la Masacre, los periódicos de la época. Era cierto, no tenían ningún motivo para creer en ellas, hasta ahora, no tenemos ningún argumento que pueda hacernos creer un ápice en el sistema de “justicia” boliviano, ya que todas las personas que fueron asesinadas ese diciembre y las circunstancias en que murieron, hasta ahora no han merecido investigación, más allá de la que realizó Derechos Humanos.
Pese a todo, las primeras voces de descontento con todos los años de imposición del orden neoliberal, surgieron en los socavones mineros. La propuesta de autogestión siempre ha sido una meta puesta entre los documentos de los trabajadores, y por primera vez, se la realizaba, no leyendo en la teoría lo que debería hacerse, sino como parte de una decisión colectiva de los trabajadores mineros en un pacto de sangre con los comunarios de la región, era un cuestionamiento directo a la propiedad privada e incluso estatal, pero dicha experiencia no ha sido reflexionada de manera amplia ni por los trabajadores ni por los comunarios, en todo caso queda como un desafío para continuar pensando en el horizonte político de lucha.
Siete años más tarde de esta masacre, un derrotado Gonzalo Sánchez de Lozada, huiría de Bolivia en un avión rumbo a Miami, luego de haber ordenado a través de un decreto la muerte de 67 personas, en medio de la insurrección popular más grande de estos 50 años en Bolivia, que es la otra historia que se viviría de manera dramática, decisiva e intensa en octubre de 2003.
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