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22 septiembre 2008

La Iglesia podrá siempre beatificar la impunidad de otros, pero nunca la suya propia

La Iglesia podrá siempre beatificar la impunidad de otros, pero nunca la suya propia
Por Xavier Padilla

Como antes lo señalé: Jesús habló de socialismo, NO de cristianismo. El cristianismo es una usurpación, un montaje posterior, calculado, ambicioso allí donde no hacía falta agregar nada, absolutamente nada a las claras y muy suficientes palabras de Jesús.

Con el pasar de los años, las décadas, los siglos y los milenios el mundo ha tenido tiempo de ir constatando —más no salvarse de— la horripilante acumulación de infortunios que la Iglesia vierte permanentemente sobre las sociedades con la intención de apoderárselas. La hemos visto involucrarse en todos los espacios y sectores de la vida humana, extendiendo sus largos dedos hasta las más recónditas regiones del planeta, allí donde invariablemente trata de privatizar la fe de los pueblos más diversos, y se sirve de todos los medios posibles para marcarlos con el sello abrasador de su Dios. ¿Es que a estas alturas la Iglesia podría todavía hoy sorprendernos de algo?

Como lo he dicho anteriormente, nuestra revolución bolivariana no sólo puede, sino DEBE pasarse de la Iglesia. Tenemos razones anecdóticas... (bien cercanas si se quiere) para pasarnos de ella. Pero comencemos por donde ha de haber una mayor concentración de uniformados defensores de catedrales, o lo que es lo mismo, un mayor número de directos dolientes. Digamos que ha llegado la hora —así de sencillo— de comprender que fueron los apóstoles, a través de sus llamados evangelios, y no Jesús de Nazareth, quienes pusieron en boca del maestro la supuesta orden según la cual debería ser creada una Iglesia en su nombre. No existe prueba alguna, además de la suministrada en el "nuevo" testamento por la parte interesada (o sea la Iglesia misma), de que Jesús lo haya en efecto sugerido. Circunstancia que no podría conferir a esta prueba una credibilidad más dudosa. Obviamente.

Resta sólo inferir, pues, que históricamente el nazareno apenas pudo haber hablado de principios éticos y morales como los de Igualdad y Justicia, los cuales no requieren ni sugieren templos ni tienen básicamente otro valor práctico que el de proponer UNA VIDA JUSTA ENTRE SERES HUMANOS. De estos principios deriva el concepto mismo de SOCIEDAD, el cual encuentra su explicación a través del SOCIALISMO, no del cristianismo.

No necesitamos de iglesias, pues, para administrar estos valores elementales que han de hacer posible la más justa e igualitaria vida a la que podamos aspirar como especie, la vida COMUNAL. Según Jesús, o más bien según aquellas palabras suyas que fueron menos manipuladas por la Iglesia, la consagración de una sociedad justa era la voluntad misma del Creador del Universo (a quien solía llamar -tal vez metafóricamente- el Padre, pero que también podría haber llamado indistintamente, sin desperdicio, el Orden Universal).

Sin duda sus discursos tuvieron que haberse centrado de forma precisa, vigilante y rigurosa en torno a dichos principios, exclusivamente. Razón por la cual quedaba de ellos excluida toda politización posible, toda centralización humana, toda aprobación o legitimación suya en favor de hipotéticas entidades, cargos administrativos, jerarquías y títulos de autoridad entorno a tales principios. Tratábase de principios con carácter divino (en el sentido de trascendencia y universalidad) y no podían ser por consiguiente privativos ni representados oficialmente por ninguna institución ni persona jurídica de este mundo. No podían ser elegibles para el "copyright", ni tampoco susceptibles de generar "royalties".

Dios —o el Orden Universal— sólo se manifestaba desde y por dentro del hombre. Afuera, en el exterior, sólo podía haber un falso orden, y por lo tanto un falso Dios. Uno que tendría un aire demasiado familiar, por necesitar de sacerdotes...

La Iglesia, institución humana hasta los tuétanos, súper poderosa y cuya holgada posición en nuestro planeta no es un secreto (a pesar de auto denominarse humilde y compasiva, y simultáneamente no tener problemas en auto proclamarse intermediaria oficial entre Dios y nosotros), es pues una institución que tiene que haber nacido de un grave error de interpretación de las palabras del galileo. Un error, claro está, poco inocente y cuyas pistas han sido muy mal camuflageadas por la historia.

Pero vengamos a lo nuestro, a lo próximo en tierras bolivarianas. Duélale a quien le duela, la verdad es que nuestra revolución no puede tener curas. Es decir, personas que aún adhieren a -y son legitimadas por- la Iglesia, organismo antidemocrático por excelencia y en nombre del cual fue perpetrado, entre otras cosas, el mayor genocidio de la historia, donde fueran salvajemente exterminados cerca de 70 millones de nativos americanos durante los primeros cincuenta años de la Colonia. Es así como (sin hablar de aquellos curas de la oposición que conspiran abiertamente a diario contra nuestro proceso), resulta igualmente escandaloso, incongruente, que representantes oficiales de dicha religión pretendan hoy integrar las filas de nuestra revolución sin antes quitarse respetuosamente los hábitos de su confesión. ¡No hemos visto a ninguno hacerlo —¡ojo!—, ni siquiera por pudor!

Por eso debemos instar a tales personas a abandonar, antes de adherir nuestras filas, su lealtad a semejante institución, la cual es, además, formalmente divino-monárquica y encarna la negación misma de los principios defendidos por nuestra causa. No se puede ser leal a nuestra revolución siendo aún miembro del Vaticano, se trataría de un cinismo cuya doble moral pretende -en toda "beatitud"- tomarnos dos veces por idiotas.

Por otra parte, a todas aquellas personas que se consideran a sí mismas llamadas a ejercer el ministerio de Dios en la Tierra (aún aquellas pertenecientes a las auto denominadas teologías revolucionarias y que aparentemente dan muestras de buena voluntad), debemos decirles que antes de adjudicarse el título de revolucionarias y poder ser admitidas como camaradas en nuestra revolución, deberían liberarse a sí mismas de todo pre-título (léase prejuicio) de carácter divino, y no mezclar su fe personal en los asuntos de orden social a los que nuestro proceso propone dar solución; pues estos asuntos, además de poder ser tratados y llevados muy bien a término sin la participación del tipo de subjetivismo comprendido en toda creencia religiosa, implican además la solución de problemas cuyo origen encontramos históricamente vinculados a una la responsabilidad directa de la Iglesia.

Debido a esto, debemos instar a todo aquel que quiera adherirse a las filas de nuestra revolución bolivariana a declararse ante todo persona laica; y luego, o más bien sólo entonces, proseguir a participar en una lucha a la cual de paso le invitamos abiertamente, pero que es ante todo lucha "de igual a igual", de "hombro con hombro"; ni siquiera "lucha junto al pueblo", sino "en tanto que pueblo" (que es lo que en última instancia ha logrado convertir a éste -al pueblo de siempre, el de todas las revoluciones de la historia- en "pueblo revolucionario"); es decir, lucha que es de la gente y para la cual sobra con tener por único título el de "gente". Lucha en la que no sólo es innecesario, sino incluso altamente peligroso, servirse de otra representatividad, adherencia o credo que la causa misma revolucionaria. Ésta ha de ser más que suficiente.

El médico, el músico, el agricultor, el panadero, todos ejercen con pasión sus oficios respectivos, que son su fe diaria y viva. Sin embargo, NO salen a defender las causas sociales que reivindican en la revolución portando visiblemente el hábito de sus quehaceres, los uniformes de sus trabajos, los atuendos de sus preferencias o caprichos ni las consignas de sus pasiones: se los quitan! (o más bien los llevan por dentro) para entregarse a la lucha común —y en común— por los intereses de todos. Metiéndose en esta lucha pasan conscientemente de sus dominios particulares e íntimos a ejercer la defensa de la justicia SOCIAL; esto es, sin anteponer sus propias e individuales experiencias de libertad en la vida, y lo hacen con plena laica observancia de lo que la palabra COMÚN —en su más profundo sentido— implica: RESPETO.

En cuanto a los curas que simpatizan con nuestra revolución, una forma oportuna y adecuada de reivindicar las palabras del mencionado maestro, es la de sólo permitirse a sí mismos asumir nuestra lucha revolucionaria tras una desvinculación circunstancial, puntal a la Iglesia. No está para nada en nuestros intereses revolucionarios la reivindicación de las iglesias cristianas ni de ninguna otra confesión religiosa, sólo la reivindicación de los valores morales esenciales de igualdad y justicia que tanto necesitan nuestros pueblos, y que las instituciones religiosas no pueden pretender monopolizar. Para nuestros profundos objetivos de transformación social, las adherencias de tipo religioso-institucionalistas están sobradamente de más. Como hemos visto y seguiremos viendo, estas instituciones sirven, apenas uno se descuida, para albergar y proteger a criminales y sádicos.

No debemos aceptar, pues, bajo ninguna forma la utilización de nuestro proceso como vehículo de propagación de intereses religiosos. Nuestro proceso es y sólo puede ser laico, condición inexpugnable del socialismo. Debemos tener confianza en que luego, en la sociedad futura que deseamos, la cual solamente puede ser establecida bajo tales principios de Libertad, Justicia e Igualdad, las personas serán libres de interpretar el Universo como quieran. Por el momento, durante esta batalla por el cambio, esa libertad sólo puede ser contemplada como algo personal de cada individuo y no como un elemento objetivo de la lucha, pues ésta ya está clarísima en cuanto a sus principios.

xavierpad@gmail.com

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