Por: Ricardo Abud
En el vertiginoso escenario de la política contemporánea, donde la inmediatez de las redes sociales a menudo eclipsa el rigor del análisis, las declaraciones escatológicas hechas por MCM adquieren un peso específico capaz de distorsionarlas gravemente.
Recientemente, el debate público se ha visto sacudido por unas declaraciones realizadas por la opositora María Corina Machado, emitidas el pasado 11 de diciembre al medio sueco Sveriges Radio, en el marco de una entrevista realizada en Noruega.Según la publicación difundida, la dirigente afirmó que "la guerrilla colombiana y los carteles del narcotráfico se han apoderado del 60 % de nuestra población", vinculando además al país con redes masivas de trata de personas y prostitución a una escala que sugiere un colapso social absoluto. (Dave Ruthens, de la Radio Sueca) enlace de la publicación: (https://x.com/i/status/2000036186019004501)
Estas aseveraciones, por su gravedad extrema y su aparente desconexión con la verificación empírica, no pueden ser recibidas simplemente como parte de la retórica habitual de la confrontación política. Exigen, por el contrario, una respuesta basada en hechos, datos y responsabilidad cívica, pues sostener que más de la mitad de una nación se encuentra bajo el yugo directo de organizaciones criminales no es una denuncia menor; es una descripción de una realidad apocalíptica que, que implicaría la inexistencia del Estado y la disolución de la sociedad civil.
Sin embargo, al contrastar estas afirmaciones con la realidad demográfica, sociológica y estadística de Venezuela, nos encontramos ante una extrapolación inadecuada que corre el riesgo de estigmatizar a millones de ciudadanos venezolanos y oscurecer las verdaderas dimensiones de los problemas que enfrenta el país.
Para dimensionar la magnitud de lo declarado, es imperativo recurrir a la aritmética básica y a la demografía. Venezuela cuenta con una población aproximada de 28 millones de habitantes. Si aceptamos la premisa de que el 60 % de esta población está bajo el control de la guerrilla y el narcotráfico, estaríamos hablando de casi 17 millones de seres humanos viviendo bajo la subordinación directa de estructuras delictivas. Semejante escenario convertiría a Venezuela en un caso sin precedentes en la historia moderna, superando incluso las condiciones de los llamados "Estados fallidos" en sus peores momentos de conflicto interno.
Plantear que tal cantidad de personas carece de autonomía y vive bajo el dominio del crimen organizado implica sugerir un colapso total de las instituciones, la imposibilidad de celebrar elecciones, y la sumisión absoluta de escuelas, universidades, hospitales y comunidades enteras. La realidad visible, aunque dura y compleja, desmiente esta caricatura: millones de venezolanos en las grandes urbes y en el interior del país siguen estudiando, trabajando, organizándose y sosteniendo el tejido social, lejos de estar sometidos a la voluntad de un comandante guerrillero o un capo de la droga.
Hasta la fecha, ninguna fuente oficial, organismo internacional o estudio académico independiente ha presentado evidencia que respalde una cifra siquiera cercana a ese porcentaje. Los informes de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), así como los análisis del Observatorio de Crimen Organizado, reconocen sin ambages la presencia de grupos irregulares y actividades ilícitas. Sin embargo, estos organismos describen fenómenos localizados, complejos y en constante mutación. Se habla de "zonas de influencia", "corredores de tráfico" o presencia en áreas rurales y fronterizas específicas, pero distan mucho de implicar un control demográfico sobre la mayoría del país.
El error fundamental en este tipo de discurso radica en equiparar la presencia territorial en zonas despobladas o de baja densidad con el control de la población. En criminología y seguridad de Estado, los conceptos de control territorial e influencia local obedecen a dinámicas espaciales que no se traducen automáticamente en dominio poblacional.
La geografía venezolana es vasta, y la existencia de campamentos irregulares en la selva o en pasos fronterizos, aunque es un problema de soberanía grave que debe ser atendido, no equivale a que la ciudadanía de Caracas, Valencia, Barquisimeto y Maracaibo viva bajo las órdenes del narcotráfico.
Colombia, país vecino que ha sufrido el flagelo del conflicto armado interno durante más de cinco décadas, jamás fue descrita, ni en los momentos más crudos de la guerra contra los carteles o las insurgencias, como una nación donde el 60 % de sus habitantes estuviera bajo control criminal. Aplicar este estándar a Venezuela, sin el respaldo de datos comparativos o informes de inteligencia serios, resulta en una afirmación temeraria y una barbaridad política y comunicacional.
Aún más delicada y moralmente cuestionable es la ligereza con la que se asocia a la sociedad venezolana con delitos tan atroces como la trata de personas y las redes de prostitución masiva. Si bien la trata y la explotación sexual son problemáticas graves en América Latina, acentuadas por la migración forzada y la vulnerabilidad económica, organismos como la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) destacan que estos son fenómenos de carácter transnacional.
Afectan a casi todos los países de la región, incluidos Colombia, Perú, Ecuador y Brasil. Reducir esta tragedia humana a una acusación generalizada contra Venezuela no solo oscurece la dimensión regional del problema, impidiendo soluciones coordinadas, sino que ejerce una violencia simbólica contra la población.
Presentar al país como un inmenso centro de prostitución y crimen no es una forma de denuncia, sino de estigmatización. Este tipo de narrativa tiene consecuencias directas sobre la vida de los venezolanos, tanto dentro como fuera de las fronteras. Para la diáspora, refuerza los prejuicios xenófobos en los países de acogida, donde el emigrante venezolano corre el riesgo de ser visto no como una persona en busca de oportunidades, sino como un agente del caos o un criminal en potencia.
Para quienes permanecen en el país, invalida su esfuerzo diario por la supervivencia digna. Millones de maestros, médicos, comerciantes y estudiantes que luchan por mantener la normalidad y la decencia en medio de la crisis son borrados de un plumazo y reducidos a la categoría de cómplices o víctimas pasivas de una estructura criminal omnipotente.
En sociedades polarizadas como la venezolana, la difusión de afirmaciones sin sustento factual exacerba las tensiones y resta credibilidad a los esfuerzos legítimos de denuncia. La crítica política es necesaria, y señalar las fallas de seguridad, la corrupción o la presencia de grupos irregulares es un deber de la oposición. Pero la mentira amplificada es peligrosa porque convierte a un país entero en una caricatura.
Cuando el discurso público abandona la veracidad y se refugia en el alarmismo, se debilita la democracia y se empobrece el debate. Si todo es una catástrofe absoluta e irrecuperable, si el país ya está perdido en manos del crimen, se anula la esperanza y se desincentiva la participación ciudadana.
Es difícil no percibir en estas declaraciones una intencionalidad política que trasciende la simple denuncia. Este tipo de hipérboles suelen buscar la legitimación de narrativas externas de intervención, sanción o tutela.
Al presentar a Venezuela como un territorio irrecuperable por sus propios medios, un "Estado fallido" de proporciones grotescas, se intenta justificar cualquier salida de fuerza, incluso aquellas que vulneran la soberanía nacional y la dignidad de los ciudadanos. Es el recurso de exagerar el caos para vender soluciones extremas, una estrategia conocida en la comunicación política global que, lamentablemente, suele dejar tras de sí mayor destrucción y desconfianza.
Venezuela enfrenta, sin duda, problemas reales y profundos vinculados al deterioro institucional y a la crisis económica. Negarlo sería una irresponsabilidad tan grande como exagerarlo. Pero reconocer la enfermedad no autoriza a inventar un diagnóstico terminal falso diseñado para los titulares internacionales. Venezuela es mucho más que los problemas que la aquejan. Es una nación de gente que resiste, crea y construye vida cotidiana en condiciones adversas. Reducirlos a una estadística criminal falsa es una ofensa a su resiliencia.
Quien aspire a liderar o representar a un país debe comenzar por respetar la verdad, por incómoda o compleja que esta sea. La responsabilidad de los líderes políticos, sean del gobierno o de la oposición, es construir un discurso anclado en la evidencia y en el respeto a la ciudadanía. La exageración y la mentira, cuando se convierten en herramienta sistemática de la política, deja de ser un error de cálculo para convertirse en una irresponsabilidad histórica.
Venezuela requiere diagnósticos precisos y soluciones viables, no fantasías apocalípticas que deshumanizan a su gente y cierran las puertas al futuro. La verdad no necesita ser inflada para ser contundente; la realidad venezolana ya es lo suficientemente retadora como para que se le añadan ficciones que solo sirven para destruir la imagen de una nación que lucha por salir adelante.
NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE.


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