Seguramente, en algún momento se ha preguntado, como nos hemos preguntado varios, por qué si Venezuela tiene tantas riquezas, cuenta con la reserva más grande de petróleo y de oro del mundo, posee diamantes, coltán, torio, y pare de contar, hay hogares en pobreza, incluso y a pesar de que en revolución se ha ido saldando una gran deuda social que se arrastraba desde la cuarta república. ¿Por qué aún, y sobre todo en el interior del país, seguimos viendo casas en condiciones precarias, las carreteras y la infraestructura en general deterioradas, por qué los hospitales y escuelas no se encuentran en mejores condiciones, por mencionar solo algunos ejemplos?
La respuesta clásica, histórica e inmediata que dan los economistas neoliberales es la siguiente: “podrá haber infinidad de riquezas naturales en Venezuela, pero mientras los venezolanos no produzcan, nunca saldrán de la pobreza”.
Es el caso que, según datos del Banco Central de Venezuela, la economía creció 14.277% desde 1920 hasta 2013 lo que equivale a un aumento anual de 5,7%. Entre 1976 (año de la “nacionalización” de la industria petrolera) hasta 2014 (año en el que inició la guerra económica) se registró un crecimiento de 160%.
Así las cosas, la pregunta que debemos hacernos es dónde está entonces esa nueva riqueza que con esfuerzo hemos producido los venezolanos durante décadas, quién la tiene, cómo se repartió. No es un asunto de producción, es un asunto de cómo se ha distribuido esa producción, de qué tamaño son los trozos que han correspondido a cada venezolano. Quién y cómo se ha llevado la tajada más grande.
En Venezuela, la burguesía, sobre todo la transnacionalizada, no solo ha tenido la costumbre de apropiarse de las divisas que ingresan por concepto de la exportación de petróleo (alrededor de US$ 700.000 millones desde 1970) también ha empleado el mecanismo clásico: la plusvalía.
Del total de lo que se produce en una economía, una porción se reparte a la clase obrera a través de los salarios, otra a la burguesía a través de lo que se conoce como excedente neto de explotación del sector privado, o sea la ganancia; otra corresponde al sector público a través de las ganancias de las empresas en manos del Estado (en nuestro caso PDVSA tiene un peso importante); una otra parte se reparte a lo que se conoce como consumo del capital fijo, es decir, al uso de las maquinarias y activos necesarios en el proceso productivo; y por último, otro trozo, va a los impuestos.
En Venezuela, en promedio, entre 1950 y 2017, la porción que del PIB ha sido distribuida al proletariado es 36%, a la burguesía 32%, al Estado 19%, al consumo de capital 7% y a los impuestos indirectos 7%. En 2017, año en el que inició la hiperinflación inducida, el porcentaje del PIB que correspondió a la clase obrera disminuyó a 18%, mientras que lo distribuido a la burguesía aumentó hasta alcanzar el 41%.
La distribución entre asalariados y dueños de capital está relacionada con la relación precio, salario y ganancia. En hiperinflación, al aumentar los precios de manera muy acelerada la brecha entre los precios y los salarios, especialmente si estos últimos no se ajustan a la misma velocidad, se hace cada vez mayor. Esta brecha no es más que la ganancia del dueño del capital.
El cuento se torna tragedia cuando incorporamos el hecho de que el 18% de la producción nacional que corresponde a los asalariados debió ser, a su vez, repartida entre 12.759.085 de trabajadores. Mientras que el 41% correspondiente a la burguesía se reparte entre 432.090 propietarios, es decir, el 3,3% de la población ocupada y el 1,3% de la población total se quedan con casi la mitad de la torta, mientras que 12.759.085 de asalariados, que representan el 96,7% de la población ocupada deben repartirse el 18% de la torta. De lo que va quedando de la torta, una parte, 7%, va al uso del capital, tan solo el 10% corresponde a impuestos y el otro 24% es la ganancia de las empresas del Estado.
El cuento no termina aquí, entre los dueños del capital también hay desigualdades, como también las hay entre los asalariados.
Según el INE, el 18% del total de las empresas industriales en Venezuela concentra el 60% de la producción. Así que no es igual la apropiación por parte de las pocas pero muy grandes corporaciones locales y transnacionales, a la “apropiación” que de la producción nacional hace el bodeguero de la esquina aunque éste también sea dueño de su propio negocio y tenga la posibilidad de ajustar los precios.
En cuanto a los asalariados, hay quienes perciben un mayor salario, y otros que apenas reciben el mínimo. En la medida en que la distancia es mayor entre ambos, la desigualdad, para el caso de los ingresos salariales es mayor. Durante las décadas de los 80 y 90 esta desigualdad salarial aumentó 18%. Era el período neoliberal con políticas basadas en el Consenso de Washington e impuestas por el FMI. Después de 1999 y hasta 2018, en revolución, la desigualdad en los salarios disminuyó 23%.
En la medida en que la propiedad de los medios de producción se encuentre mayoritariamente en manos privadas, además concentradas en monopolios u oligopolios que tienen el poder de marcar los precios de bienes y servicios persistirá la estructura desigual de la distribución de la producción entre asalariados y burgueses.
Transitar hacia el socialismo bolivariano del siglo XXI y avanzar hacia un modelo de justicia social y de igualdad pasa necesariamente por cambiar el origen de la desigualdad, es decir, la propiedad de los medios de producción, allí el Estado y las comunas tienen un rol fundamental en la construcción de un nuevo circuito de producción y distribución. Mientras esto ocurre, debe garantizarse que la brecha entre el salario y los precios sea cada vez menor, situación que no es del agrado de la burguesía, eso implicaría disminuir su gran trozo de la torta.
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