Por: Sergio Rodríguez Gelfenstein
Desde hace buen tiempo vengo alertando respecto del peligro que la agresividad imperialista conduzca al renacimiento de la lucha armada en América Latina como opción para hacer política en los marcos de la democracia representativa.
Esto, cuando ella misma cierra las posibilidades de participar de manera directa, mientras —al contrario— eterniza su intención de engañar a los pueblos, usándolo cada cuatro, cinco o seis años para legitimar por vía electoral tal intención.
Habría que decir que esta situación sobrepasa los límites regionales como lo atestiguan las recientes acciones del CIRA (Ejército Republicano Irlandés-Continuidad) que había llegado a un acuerdo con el Gobierno británico para poner fin al conflicto de Irlanda en 1998, pero que lamentablemente ha decidido reagruparse ante la cada vez más probable salida de Gran Bretaña de la Unión Europea despertando temores respecto de que esta decisión pueda significar un alejamiento de las posibilidades de que el nunca abandonado anhelo de reunificar su país se haga realidad, lo cual ha hecho reaparecer el fantasma del resurgimiento de la violencia en la dividida Irlanda.
Otro tanto pareciera estar emergiendo en América del Sur, región en la que todavía existen grupos guerrilleros que desarrollan la lucha armada en Paraguay. En este contexto, la decisión de un grupo importante de combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarías de Colombia (FARC) encabezados por los comandantes Iván Márquez y Jesús Santrich entraña trascendentales consecuencias políticas no solo para Colombia, también para la región y porque no decirlo, para todo el planeta.
El hecho es de tal significación que —me parece— debe conocerse, estudiarse y analizarse en un marco que supere lo estrictamente emocional e incluso lo ético para penetrar los insondables ámbitos de la política en un plano que supere la coyuntura y se adentre en las repercusiones estratégicas que tal resolución implicará para Colombia y para América Latina y el Caribe.
El estudio del acontecimiento que ha remecido a la sociedad colombiana debe asimilarse a partir de los antecedentes que llevaron a él y el contexto en que se produce. En ese marco, hay que decir que durante todo el proceso de negociaciones que llevaron a la firma en 2016 en La Habana de los acuerdos de paz entre las FARC y el Estado colombiano, hubo y todavía hay una sensación que los medios de comunicación se han encargado de sembrar en relación a que se estaba negociando con una guerrilla derrotada y vencida. Por otro lado, es menester recordar que todo el mundo aceptó que los acuerdos de La Habana fueron el primer paso para la paz, no la consumación de la misma.
Esta situación, además de ser falsa ha creado un ambiente en el que supone que las FARC le 'deben' a la sociedad, mientras que el Estado colombiano ha hecho bien la tarea y le ha dado una 'oportunidad' a la guerrilla para reinsertarse. No ha sido así: las conversaciones en La Habana se dieron entre dos fuerzas militares beligerantes, ninguna de las cuales pudo derrotar militarmente a la otra, por lo que ambas llegaron a la conclusión de que la guerra (como continuación de la política) no tenía solución en el terreno bélico y se debía buscar una alternativa en el campo del diálogo y la negociación.
Este no es un detalle menor, toda vez que cuando se desatan guerras que son ganadas en el terreno militar, el vencedor le impone condiciones al vencido que no tiene capacidad para impedir decisiones que casi nunca son de su agrado, pero que debe aceptar por la correlación de fuerzas militar y política que subyacen al fin de un conflicto en estas circunstancias.
No fue este el caso de Colombia, país donde se llegó a un acuerdo en que ambas partes asumían responsabilidades y se comprometían a cumplirlas. Sin embargo, los medios de comunicación se han encargado de construir una falsa idea en el imaginario popular y en la opinión pública de que solo las FARC tienen obligaciones con la sociedad, mientras que el Estado quedaba con las manos libres para seguir cometiendo las tropelías que por 200 años han caracterizado la actitud política de la élite colombiana.
En ese marco desde el 24 de noviembre de 2016 cuando se firmó el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las FARC hasta el 20 de julio de este año han sido asesinados 765 dirigentes sociales, comunitarios, sindicales, indígenas y de organizaciones de derechos humanos. En esa cifra se incluyen 138 guerrilleros que se acogieron al proceso firmado en La Habana. Habría que agregar 10 exguerrilleros de las FARC en proceso de reincorporación han sido desaparecidos forzosamente, además, de 19 casos de intento de homicidio.
Todos estos datos vienen referidos en un informe elaborado por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) citado por RCN Radio de Colombia. Dicho informe especifica que desde la posesión del presidente Iván Duque a la fecha han sido asesinados 229 líderes sociales y defensores de derechos humanos, entre ellos 66 indígenas, 5 afrodescendientes y 106 campesinos ambientalistas. Igualmente han sido asesinados 55 exguerrilleros de las FARC.
Paradójicamente, estos datos no impidieron que Estados Unidos le diera un aval a Colombia como país que respeta los derechos humanos. Con ese cheque en blanco, el Estado colombiano podrá continuar impúdicamente asesinando activistas de derechos humanos, dirigentes sociales y ex combatientes desmovilizados de las FARC.
De la misma manera, se deben sumar las amenazas de extradición de dirigentes violando los acuerdos en materia de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que en los hechos no ha sido reconocida por el embajador de Estados Unidos Kevin Whitaker, ni por Álvaro Uribe, tampoco por el ex fiscal Néstor Humberto Martínez quienes parecieran funcionar en un Estado paralelo en el que incluso Uribe tuvo la desventura de proclamarse presidente.
En el mismo plano deben considerarse las dificultades que se han desatado a fin de que los acuerdos se hagan efectivos en materia de participación política, tras la persecución y marginación de los movimientos sociales.
Para los que siempre hemos apoyado los esfuerzos de búsqueda de la paz en Colombia y consideramos que la peor democracia es preferible a cualquier guerra y que por tanto vimos con verdadera esperanza la firma de los acuerdos de La Habana —a pesar de que tenían más cara de rendición que de otra cosa— no dejamos de ver con preocupación los recientes hechos acaecidos en la república hermana. Pero el análisis no puede obviar que el Estado ha creado una disyuntiva entre una muerte probable y la salvaguarda de la vida para seguir luchando, lo cual conduce al observador externo a difíciles definiciones de carácter ético.
Sin embargo, los que han asumido esta responsabilidad, han abandonado supuestas mejores condiciones personales de vida en su país y han tomado riesgos que son respetables ante la terrible situación de violación de derechos humanos.
Vale decir que es difícil digerir que después tres años de haber estado absolutamente convencidos y abocados a llevar adelante las negociaciones en La Habana y con un "futuro político" asegurado, Iván Márquez y Jesús Santrich prefirieran las limitaciones de la vida en la selva y la posibilidad cercana de nuevos combates en los que un final fatal es probable, sin haber apreciado con suficiente minuciosidad los avatares que a que los conducían tal decisión.
Vale decir que lo más lamentable es que seguramente, acorde las "tradiciones" de la izquierda latinoamericana sobrevendrán acusaciones entre las partes que se alejaron, emergerá lo más bajo de la condición humana obviando las acciones ocurridas en años de lucha en conjunto para poner sobre el tapete oscuros acontecimientos que nunca antes se dijeron, y terminar la retórica con brutales inculpaciones entre ellas las consabidas imputaciones de "agentes de la CIA y de estar al servicio del imperialismo", sin entender que cada quien tiene derecho a tomar sus propias decisiones, y que lo que debe primar es el respeto a quien adoptó una u otra posición.
Ahora también vendrá la guerra de los números: que si son 50% y 50% los que se quedaron en una u otra organización, o si son 70 y 30 u 80 y 20, como si eso importara. Lo que importa es que el 100% se mantenga en la lucha contra la oligarquía y el imperialismo a quienes han definido como el enemigo a vencer.
No debe olvidarse quién es el enemigo principal, que se estará solazando por los ataques de una y otra parte, al contrario, debe rescatarse la fraternidad que los llevó por la vida durante varias décadas de luchas y de riesgos. También debe entenderse que lo que no se obtuvo mientras se permaneció unidos, difícilmente se logrará ahora que ha surgido una nueva parte. La intención debería ser recatar lo que los une, definir en conjunto ese enemigo principal —el cual que yo sepa, no ha cambiado ni para uno ni para otro— para entender que en términos estratégicos deben continuar en el mismo equipo, aunque hoy se difiera en términos tácticos.
Hasta ahí el análisis ético de la decisión. En términos políticos nacionales e internacionales, la misma genera indudables contradicciones. En Colombia se ha comenzado a afirmar que la disposición de Márquez, Santrich y el resto de combatientes que los siguen están haciendo el juego al uribismo e incluso que esta determinación será la principal propaganda de campaña de la ultraderecha, de cara a las elecciones regionales del 27 de octubre. Es sabido que el uribismo, Duque incluido, ha sido abierto enemigo de la paz, que sigue apostando por una victoria militar y que, en esa medida, podría argüirse que hoy tienen una excusa ante la desinformada y engañada opinión pública colombiana para seguir desatando su política de seguridad democrática que en realidad nunca ha sido abandonada.
Sin embargo, el hecho cierto es que concretado o no el suceso que se analiza, las condiciones de vida del pueblo colombiano no han mejorado, ni en materia económica, ni en participación democrática, ni en términos sociales, ni en la lucha contra el narcotráfico que se ha expandido, ni en poner freno al paramilitarismo que con apoyo del Estado siembra de muerte y exterminio los campos de Colombia manteniendo altos niveles de desplazamiento forzado. Todo ello también se discutió en La Habana y también se llegó a acuerdos que no se han cumplido. No hablemos de justicia, la cual parece inexistente en ese país.
En el plano internacional, esta decisión complica a una región que saludó casi unánimemente el acuerdo (incluyendo al Gobierno de Estados Unidos), porque —se decía— que generaba un futuro mejor para el país y el continente. Desde entonces, la situación ha cambiado, la llegada de Donald Trump y los halcones que lo rodean a la administración de Estados Unidos ha intensificado la tradicional práctica agresiva imperial contra los pueblos de América Latina y el Caribe.
Por supuesto, la iniciativa emprendida por este grupo de combatientes de las FARC, también ha servido para que los Gobiernos de Estados Unidos, Brasil y Colombia arrecien su campaña contra Venezuela haciendo acusaciones sin pruebas, en el sentido de que su Gobierno estaría apoyando tal decisión, obviando que Hugo Chávez ni siquiera había nacido cuando las FARC fueron creadas, que la violencia en Colombia es endémica en su sociedad: lo sabemos los venezolanos que padecimos el intento de asesinato de Bolívar en 1828 y el que se perpetró con alevosía contra el mariscal de Ayacucho en 1830 ocasionándole la muerte.
Venezuela ha sido víctima de la violencia en Colombia, no promotora. Es la nación colombiana la que a través de su historia ha padecido todo tipo de violencia, recientemente guerrillas, narcotráfico, paramilitarismo y delincuencia organizada en niveles extremos. Venezuela nunca ha tenido un presidente vinculado a los carteles de la droga o al paramilitarismo, Venezuela nunca ha llevado a su Ejército fuera de sus fronteras para atacar un país hermano, lo hizo solo bajo el mando de Bolívar y Sucre para ayudar a la libertad e independencia de otros pueblos, el colombiano incluido, Venezuela nunca ha formado parte de bloques militares agresivos ni ha subordinado sus tropas jamás a potencia alguna, Venezuela no maltrata ni desprecia a los hermanos de otras naciones que han venido a refugiarse a nuestro territorio.
Ahora, en su afán de torpedear la paz, el presidente Duque se ha desentendido de los acuerdos firmados aduciendo que tal documento es un compromiso de Gobierno, no de Estado, evidentemente no ha tenido tiempo ni sus asesores le han dicho que lea los elementos más básicos del derecho internacional. Agobiado por una desastrosa situación interna que es capaz de sostener solo por el apoyo de Estados Unidos y la desunión de la oposición, pretende ahora llevar la guerra de Colombia fuera de sus fronteras, solo para dar otra prueba de su lealtad a Estados Unidos.
Será en Colombia donde se evite esa pretendida guerra fratricida, el pueblo venezolano y sus fuerzas armadas están prevenidos, pero será la entereza y el sentido patriótico del pueblo colombiano, incluyendo seguramente a las dos FARC, cada cual desde su perspectiva, las que construirán un valladar que impida semejante desatino belicista que pretende confrontar a pueblos siempre hermanos.
Desde hace buen tiempo vengo alertando respecto del peligro que la agresividad imperialista conduzca al renacimiento de la lucha armada en América Latina como opción para hacer política en los marcos de la democracia representativa.
Esto, cuando ella misma cierra las posibilidades de participar de manera directa, mientras —al contrario— eterniza su intención de engañar a los pueblos, usándolo cada cuatro, cinco o seis años para legitimar por vía electoral tal intención.
Habría que decir que esta situación sobrepasa los límites regionales como lo atestiguan las recientes acciones del CIRA (Ejército Republicano Irlandés-Continuidad) que había llegado a un acuerdo con el Gobierno británico para poner fin al conflicto de Irlanda en 1998, pero que lamentablemente ha decidido reagruparse ante la cada vez más probable salida de Gran Bretaña de la Unión Europea despertando temores respecto de que esta decisión pueda significar un alejamiento de las posibilidades de que el nunca abandonado anhelo de reunificar su país se haga realidad, lo cual ha hecho reaparecer el fantasma del resurgimiento de la violencia en la dividida Irlanda.
Otro tanto pareciera estar emergiendo en América del Sur, región en la que todavía existen grupos guerrilleros que desarrollan la lucha armada en Paraguay. En este contexto, la decisión de un grupo importante de combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarías de Colombia (FARC) encabezados por los comandantes Iván Márquez y Jesús Santrich entraña trascendentales consecuencias políticas no solo para Colombia, también para la región y porque no decirlo, para todo el planeta.
El hecho es de tal significación que —me parece— debe conocerse, estudiarse y analizarse en un marco que supere lo estrictamente emocional e incluso lo ético para penetrar los insondables ámbitos de la política en un plano que supere la coyuntura y se adentre en las repercusiones estratégicas que tal resolución implicará para Colombia y para América Latina y el Caribe.
El estudio del acontecimiento que ha remecido a la sociedad colombiana debe asimilarse a partir de los antecedentes que llevaron a él y el contexto en que se produce. En ese marco, hay que decir que durante todo el proceso de negociaciones que llevaron a la firma en 2016 en La Habana de los acuerdos de paz entre las FARC y el Estado colombiano, hubo y todavía hay una sensación que los medios de comunicación se han encargado de sembrar en relación a que se estaba negociando con una guerrilla derrotada y vencida. Por otro lado, es menester recordar que todo el mundo aceptó que los acuerdos de La Habana fueron el primer paso para la paz, no la consumación de la misma.
Esta situación, además de ser falsa ha creado un ambiente en el que supone que las FARC le 'deben' a la sociedad, mientras que el Estado colombiano ha hecho bien la tarea y le ha dado una 'oportunidad' a la guerrilla para reinsertarse. No ha sido así: las conversaciones en La Habana se dieron entre dos fuerzas militares beligerantes, ninguna de las cuales pudo derrotar militarmente a la otra, por lo que ambas llegaron a la conclusión de que la guerra (como continuación de la política) no tenía solución en el terreno bélico y se debía buscar una alternativa en el campo del diálogo y la negociación.
Este no es un detalle menor, toda vez que cuando se desatan guerras que son ganadas en el terreno militar, el vencedor le impone condiciones al vencido que no tiene capacidad para impedir decisiones que casi nunca son de su agrado, pero que debe aceptar por la correlación de fuerzas militar y política que subyacen al fin de un conflicto en estas circunstancias.
No fue este el caso de Colombia, país donde se llegó a un acuerdo en que ambas partes asumían responsabilidades y se comprometían a cumplirlas. Sin embargo, los medios de comunicación se han encargado de construir una falsa idea en el imaginario popular y en la opinión pública de que solo las FARC tienen obligaciones con la sociedad, mientras que el Estado quedaba con las manos libres para seguir cometiendo las tropelías que por 200 años han caracterizado la actitud política de la élite colombiana.
En ese marco desde el 24 de noviembre de 2016 cuando se firmó el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las FARC hasta el 20 de julio de este año han sido asesinados 765 dirigentes sociales, comunitarios, sindicales, indígenas y de organizaciones de derechos humanos. En esa cifra se incluyen 138 guerrilleros que se acogieron al proceso firmado en La Habana. Habría que agregar 10 exguerrilleros de las FARC en proceso de reincorporación han sido desaparecidos forzosamente, además, de 19 casos de intento de homicidio.
Todos estos datos vienen referidos en un informe elaborado por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) citado por RCN Radio de Colombia. Dicho informe especifica que desde la posesión del presidente Iván Duque a la fecha han sido asesinados 229 líderes sociales y defensores de derechos humanos, entre ellos 66 indígenas, 5 afrodescendientes y 106 campesinos ambientalistas. Igualmente han sido asesinados 55 exguerrilleros de las FARC.
Paradójicamente, estos datos no impidieron que Estados Unidos le diera un aval a Colombia como país que respeta los derechos humanos. Con ese cheque en blanco, el Estado colombiano podrá continuar impúdicamente asesinando activistas de derechos humanos, dirigentes sociales y ex combatientes desmovilizados de las FARC.
De la misma manera, se deben sumar las amenazas de extradición de dirigentes violando los acuerdos en materia de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que en los hechos no ha sido reconocida por el embajador de Estados Unidos Kevin Whitaker, ni por Álvaro Uribe, tampoco por el ex fiscal Néstor Humberto Martínez quienes parecieran funcionar en un Estado paralelo en el que incluso Uribe tuvo la desventura de proclamarse presidente.
En el mismo plano deben considerarse las dificultades que se han desatado a fin de que los acuerdos se hagan efectivos en materia de participación política, tras la persecución y marginación de los movimientos sociales.
Para los que siempre hemos apoyado los esfuerzos de búsqueda de la paz en Colombia y consideramos que la peor democracia es preferible a cualquier guerra y que por tanto vimos con verdadera esperanza la firma de los acuerdos de La Habana —a pesar de que tenían más cara de rendición que de otra cosa— no dejamos de ver con preocupación los recientes hechos acaecidos en la república hermana. Pero el análisis no puede obviar que el Estado ha creado una disyuntiva entre una muerte probable y la salvaguarda de la vida para seguir luchando, lo cual conduce al observador externo a difíciles definiciones de carácter ético.
Sin embargo, los que han asumido esta responsabilidad, han abandonado supuestas mejores condiciones personales de vida en su país y han tomado riesgos que son respetables ante la terrible situación de violación de derechos humanos.
Vale decir que es difícil digerir que después tres años de haber estado absolutamente convencidos y abocados a llevar adelante las negociaciones en La Habana y con un "futuro político" asegurado, Iván Márquez y Jesús Santrich prefirieran las limitaciones de la vida en la selva y la posibilidad cercana de nuevos combates en los que un final fatal es probable, sin haber apreciado con suficiente minuciosidad los avatares que a que los conducían tal decisión.
Vale decir que lo más lamentable es que seguramente, acorde las "tradiciones" de la izquierda latinoamericana sobrevendrán acusaciones entre las partes que se alejaron, emergerá lo más bajo de la condición humana obviando las acciones ocurridas en años de lucha en conjunto para poner sobre el tapete oscuros acontecimientos que nunca antes se dijeron, y terminar la retórica con brutales inculpaciones entre ellas las consabidas imputaciones de "agentes de la CIA y de estar al servicio del imperialismo", sin entender que cada quien tiene derecho a tomar sus propias decisiones, y que lo que debe primar es el respeto a quien adoptó una u otra posición.
Ahora también vendrá la guerra de los números: que si son 50% y 50% los que se quedaron en una u otra organización, o si son 70 y 30 u 80 y 20, como si eso importara. Lo que importa es que el 100% se mantenga en la lucha contra la oligarquía y el imperialismo a quienes han definido como el enemigo a vencer.
No debe olvidarse quién es el enemigo principal, que se estará solazando por los ataques de una y otra parte, al contrario, debe rescatarse la fraternidad que los llevó por la vida durante varias décadas de luchas y de riesgos. También debe entenderse que lo que no se obtuvo mientras se permaneció unidos, difícilmente se logrará ahora que ha surgido una nueva parte. La intención debería ser recatar lo que los une, definir en conjunto ese enemigo principal —el cual que yo sepa, no ha cambiado ni para uno ni para otro— para entender que en términos estratégicos deben continuar en el mismo equipo, aunque hoy se difiera en términos tácticos.
Hasta ahí el análisis ético de la decisión. En términos políticos nacionales e internacionales, la misma genera indudables contradicciones. En Colombia se ha comenzado a afirmar que la disposición de Márquez, Santrich y el resto de combatientes que los siguen están haciendo el juego al uribismo e incluso que esta determinación será la principal propaganda de campaña de la ultraderecha, de cara a las elecciones regionales del 27 de octubre. Es sabido que el uribismo, Duque incluido, ha sido abierto enemigo de la paz, que sigue apostando por una victoria militar y que, en esa medida, podría argüirse que hoy tienen una excusa ante la desinformada y engañada opinión pública colombiana para seguir desatando su política de seguridad democrática que en realidad nunca ha sido abandonada.
Sin embargo, el hecho cierto es que concretado o no el suceso que se analiza, las condiciones de vida del pueblo colombiano no han mejorado, ni en materia económica, ni en participación democrática, ni en términos sociales, ni en la lucha contra el narcotráfico que se ha expandido, ni en poner freno al paramilitarismo que con apoyo del Estado siembra de muerte y exterminio los campos de Colombia manteniendo altos niveles de desplazamiento forzado. Todo ello también se discutió en La Habana y también se llegó a acuerdos que no se han cumplido. No hablemos de justicia, la cual parece inexistente en ese país.
En el plano internacional, esta decisión complica a una región que saludó casi unánimemente el acuerdo (incluyendo al Gobierno de Estados Unidos), porque —se decía— que generaba un futuro mejor para el país y el continente. Desde entonces, la situación ha cambiado, la llegada de Donald Trump y los halcones que lo rodean a la administración de Estados Unidos ha intensificado la tradicional práctica agresiva imperial contra los pueblos de América Latina y el Caribe.
Por supuesto, la iniciativa emprendida por este grupo de combatientes de las FARC, también ha servido para que los Gobiernos de Estados Unidos, Brasil y Colombia arrecien su campaña contra Venezuela haciendo acusaciones sin pruebas, en el sentido de que su Gobierno estaría apoyando tal decisión, obviando que Hugo Chávez ni siquiera había nacido cuando las FARC fueron creadas, que la violencia en Colombia es endémica en su sociedad: lo sabemos los venezolanos que padecimos el intento de asesinato de Bolívar en 1828 y el que se perpetró con alevosía contra el mariscal de Ayacucho en 1830 ocasionándole la muerte.
Venezuela ha sido víctima de la violencia en Colombia, no promotora. Es la nación colombiana la que a través de su historia ha padecido todo tipo de violencia, recientemente guerrillas, narcotráfico, paramilitarismo y delincuencia organizada en niveles extremos. Venezuela nunca ha tenido un presidente vinculado a los carteles de la droga o al paramilitarismo, Venezuela nunca ha llevado a su Ejército fuera de sus fronteras para atacar un país hermano, lo hizo solo bajo el mando de Bolívar y Sucre para ayudar a la libertad e independencia de otros pueblos, el colombiano incluido, Venezuela nunca ha formado parte de bloques militares agresivos ni ha subordinado sus tropas jamás a potencia alguna, Venezuela no maltrata ni desprecia a los hermanos de otras naciones que han venido a refugiarse a nuestro territorio.
Ahora, en su afán de torpedear la paz, el presidente Duque se ha desentendido de los acuerdos firmados aduciendo que tal documento es un compromiso de Gobierno, no de Estado, evidentemente no ha tenido tiempo ni sus asesores le han dicho que lea los elementos más básicos del derecho internacional. Agobiado por una desastrosa situación interna que es capaz de sostener solo por el apoyo de Estados Unidos y la desunión de la oposición, pretende ahora llevar la guerra de Colombia fuera de sus fronteras, solo para dar otra prueba de su lealtad a Estados Unidos.
Será en Colombia donde se evite esa pretendida guerra fratricida, el pueblo venezolano y sus fuerzas armadas están prevenidos, pero será la entereza y el sentido patriótico del pueblo colombiano, incluyendo seguramente a las dos FARC, cada cual desde su perspectiva, las que construirán un valladar que impida semejante desatino belicista que pretende confrontar a pueblos siempre hermanos.
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