¿El patio trasero?
Por: Guillermo Rodríguez Rivera
I
Hace mucho, pero mucho tiempo que los Estados Unidos no tienen una política coherente para América Latina.
La política que emplearon muchísimos años era la que se usa para tratar a una pandilla de salvajes, indios, negros y mestizos para los que no se precisa más que un instrumento elemental que los haga buenos servidores de los blancos, porque es para eso para lo que sirven. La burguesía imperialista norteamericana es hija y émula de la gran burguesía colonialista y racista europea.
Con esa coherencia marchaba nada menos que Roosevelt (no Teddy, el hombre del “big stick”), sino el demócrata Franklin Delano, el artífice del “New Deal”.
Roosevelt apoyaba al general Anastasio Somoza, el asesino nicaragüense que se estrenó masacrando a Sandino y a sus compañeros, cuando salían de palacio, después de cenar con el presidente de la república. Alguien le dijo a Roosevelt que Somoza era un hijo de puta. El presidente, sin inmutarse, respondió: “Yes, he’s a son of a bitch, but he’s ours”.
Durante décadas esa fue la única política: valerse de quien fuera, con tal de dominar, que era tener en las manos de las diversas empresas estadounidenses, el caudal de los recursos de nuestras naciones.
Sobre las que Martí llamaba “nuestras tierras de América” habían caído desde que estas emergieron a la independencia. Cuando Martí quería evitar que se apoderaran de las Antillas y sumaran esa fuerza a la carga que ya emprendían contra América Latina, sabía que esa iba a ser la lucha de nuestras naciones para conseguir la que llamó “su segunda independencia”.
Promovieron y aceptaron en nuestras naciones a esos “hijos” de la especie de Somoza que solo compensaban dejándonos muertos, las riquezas que entregaban a los señores del norte y de la que sacaban sus tajadas de sirvientes.
No hubo en esta región, a lo largo de todo el siglo XX, una sola tiranía militar que no fuera promovida, aupada, aceptada, tolerada y elogiada por los democráticos Estados Unidos, porque de este lado del mundo jamás tuvieron ética, sino solo intereses. Juan Vicente Gómez, Rafael Leónidas Trujillo, Maximiliano Hernández Martínez, François Duvalier, Marcos Pérez Jiménez, Alfredo Stroessner, Castelo Branco, Garrastazu Médici, Jorge Ubico, Fulgencio Batista, Anastasio Somoza y sus hijos Luis y Tachito, Tiburcio Carías, Rafael Videla, Augusto Pinochet, Carlos Castillo Armas, Miguel Ydígoras, Arana Osorio, Peralta Azurdia, Miguel Ovando, René Barrientos, hasta los muy recientes Micheletti y Federico Franco, pasando por el fugaz Pedro Carmona, todos ellos (en verdad son muchos más, pero la lista es demasiado extensa para registrarla en su totalidad) han sido los instrumentos que han usado los grandes intereses norteamericanos para protegerse y crecer, al precio de ensangrentar y desaparecer la democracia de nuestras naciones.
Toda esa partida de bandoleros trasmutados en presidentes, fueron convirtiendo América Latina en una tierra sembrada de pobreza, donde la revolución se volvía una necesidad inevitable. Entre los políticos norteamericanos del siglo XX, creo que quien mejor lo vio fue Robert Kennedy. Tuvo fama de ser el ideólogo de la administración de su hermano John, cuando se desempeñó como Procurador General. A Robert Kennedy se le conoce una afirmación: “la revolución en América Latina es inevitable: hagámosla nosotros”.
La única revolución que los Estados Unidos pudieron haber hecho o ayudado a hacer en América Latina, es la creación de un capitalismo desarrollado: es lo que aparentemente perseguía la Alianza para el Progreso, que patrocina la administración Kennedy en 1961. Pero, para llevar a cabo ese proyecto, eran indispensables las reformas agraria y fiscal que una zona de los grandes intereses norteamericanos no estaban dispuestos a aceptar.
En 1954, el régimen reformista de Árbenz, en Guatemala, fue derrocado por hacer una reforma agraria que afectó los intereses del mayor señor feudal de Centroamérica, la United Fruit Company. John Foster Dulles, el secretario de estado norteamericano que lideró la campaña de descrédito del régimen guatemalteco, era a la vez el abogado de la bananera. Su hermano Allen (todo en familia) hizo que la CIA, que dirigía, organizara el “Ejército Libertador” guatemalteco que invadió el país desde Honduras, para devolverle las tierras a la United.
Siete años después el propio John F, Kennedy secundó un plan semejante que le organizó Richard Nixon, y que condujo al estrepitoso fracaso norteamericano de Bahía de Cochinos.
Median semanas entre la victoria cubana de Playa Girón y el momento en que los Kennedy ponen en la mesa de la OEA, reunida en Punta del Este en agosto de 1961, el proyecto de la Alianza para el Progreso. Pero además de las previas reformas agraria y fiscal y la inversión de 20. 000 millones de dólares, la Alianza hubiera necesitado una conciencia del problema que, entre los políticos de los Estados Unidos, solo tenían los Kennedy. El presidente es asesinado en Dallas, en 1963 y, casi cuando tenía en sus manos la nominación como candidato demócrata a la presidencia, su hermano Robert es baleado en un hotel de Los Angeles, en 1968. A balazos fue sepultada la Alianza para el Progreso. La revolución latinoamericana vendría por otros caminos.
Desde entonces, los Estados Unidos han carecido de una política para acercarse a las naciones latinoamericanas.
II
La Revolución Cubana, que proclama su carácter socialista en 1961, soportó la agresión millitar derrotada en Playa Girón, el bloqueo comercial y financiero de los Estados Unidos, los numerosos actos terroristas promovidos desde territorio norteamericano, la expulsión de la OEA y la ruptura de relaciones de todos los gobiernos latinoamericanos, a excepción del de México.
La inquebrantable resistencia cubana parecía que tendría que ceder cuando entre los últimos años de la década de los ochenta y los primeros de la de los noventa, se derrumban la Unión Soviética y los gobiernos del socialismo europeo.
Cuba reordena su economía para promover el turismo internacional y empieza, difícilmente, a hallar maneras de subsistir. Desde los años ochenta, la pareja derechista que constituyen Ronald Reagan y Margaret Thatcher, adoptan los postulados neoliberales del economista Milton Friedman, que promueve un regreso al capitalismo puro y duro. Comienza un sistemático bombardeo del llamado “estado de bienestar” que comienza a afectar a Europa, especialmente a las naciones del económicamente menos favorecido sur. Si a Europa la ha sumido en una crisis cuyo final no se vislumbra, la adopción del modelo neoliberal en Latinoamérica fue simplemente devastador.
Carlos Andrés Pérez, en Venezuela; Carlos Saúl Menem, en Argentina; Carlos Salinas de Gortari, en México (cuántos Carlos), fueron apóstoles del desastre neoliberal. Los presidentes duran apenas horas en países económicamente desarbolados. En 1992, una frustrada insurrección militar en Venezuela no apunta en la tradicional dirección del golpe de estado derechista y represor, sino hacia los anhelos de una juventud militar que propone un regreso a los ideales del fundador: el libertador Simón Bolívar.
Sucesivamente van apareciendo nuevos líderes de orientación izquierdista y revolucionaria: Hugo Chávez gana las elecciones venezolanas de 1998 y casi hace desaparecer a los dos partidos tradicionales del ordenamiento burgués en el país. El dirigente sindical cocalero Evo Morales, un indígena, arrasa en las elecciones bolivianas; el obrero metalúrgico Luis Inacio Lula da Silva, gana las presidenciales del gigante Brasil; la pareja de antiguos rebeldes Néstor y Cristina Kirchner, se suceden en una presidencia argentina orientada a la izquierda. Poco después, el joven economista de izquierda Rafael Correa, asciende a la presidencia de Ecuador. Este grupo de dirigentes latinoamericanos destierra el proyecto de una Alianza de Libre Comercio de los Estados Unidos con América Latina, promovida por el presidente George W. Bush, con el apoyo de Vicente Fox y Álvaro Uribe.
Es en este contexto que John Kerry, secretario de estado de los Estados Unidos, acaba de aparecer ante el congreso de su país, reclamando un mayor acercamiento de los Estados Unidos a las naciones latinoamericanas, porque ellas son “el patio trasero de los Estados Unidos”.
Resulta alucinante que el jefe del State Department, una de las cancillerías más importantes del mundo, que puede incidir en bagatelas como la paz mundial, no tenga un asesor político o cultural, o simplemente un colaborador informado que le haga saber las connotaciones que tiene ese frase en el contexto latinoamericano.
Acaso Kerry haya pensado nada más en la posición geográfica de América Latina, al sur de los Estados Unidos de América. Por ese camino, pudo decir también que era la planta baja de su país, o el sótano. Pero esa localización tiene, además de su capacidad para situar en el espacio, la de situar en la valoración, en la jerarquía.
En nuestros países, donde el patio trasero de veras existe, este es lo que se llama el “traspatio”, generalmente una mínima extensión de tierra –porque no tiene piso– donde se pone todo lo que no encuentra lugar en el resto de la casa. Allí se colocan las herramientas e instrumentos que, cuando no se usan, no hacen otra cosa que estorbar, obstruir. Si uno tiene un cerdo, allí estará, como puede situarse allí un corral de gallinas. Ese, en la casa que lo tiene, es también el sitio de la basura.
América Latina ha sido, por demasiado tiempo, el patio trasero de los Estados Unidos. Pero eso ha cambiado. Ahora apuesta por el pleno despliegue de su independencia y su soberanía. Aspira a su propio desarrollo. Ese que no pudo darle la Alianza para el Progreso, pero que ella aspira a conseguir, como aspira a conseguir también su unidad.
El gobierno guatemalteco de Jacobo Árbenz y la Revolución Cubana fueron condenados por la OEA a reclamo del Departamento de Estado norteamericano. Hoy, Estados Unidos no han encontrado un solo país que los acompañe en su desconocimiento a la legitimidad de la presidencia de Nicolás Maduro en Venezuela. Ni la OEA ni los conservadores gobiernos de Chile, Colombia y México, se han decidido a secundarlo.
El poderoso State Department debía tener exigencias más serias a la hora de elegir a su jefe. O, si no se tienen, habría que enseñarle, una vez escogido, ciertas normas elementales que rigen las relaciones internacionales. O, si tampoco las puede aprender, al menos enseñarle a callarse.
(Tomado del blog Segunda Cita)
Por: Guillermo Rodríguez Rivera
I
Hace mucho, pero mucho tiempo que los Estados Unidos no tienen una política coherente para América Latina.
La política que emplearon muchísimos años era la que se usa para tratar a una pandilla de salvajes, indios, negros y mestizos para los que no se precisa más que un instrumento elemental que los haga buenos servidores de los blancos, porque es para eso para lo que sirven. La burguesía imperialista norteamericana es hija y émula de la gran burguesía colonialista y racista europea.
Con esa coherencia marchaba nada menos que Roosevelt (no Teddy, el hombre del “big stick”), sino el demócrata Franklin Delano, el artífice del “New Deal”.
Roosevelt apoyaba al general Anastasio Somoza, el asesino nicaragüense que se estrenó masacrando a Sandino y a sus compañeros, cuando salían de palacio, después de cenar con el presidente de la república. Alguien le dijo a Roosevelt que Somoza era un hijo de puta. El presidente, sin inmutarse, respondió: “Yes, he’s a son of a bitch, but he’s ours”.
Durante décadas esa fue la única política: valerse de quien fuera, con tal de dominar, que era tener en las manos de las diversas empresas estadounidenses, el caudal de los recursos de nuestras naciones.
Sobre las que Martí llamaba “nuestras tierras de América” habían caído desde que estas emergieron a la independencia. Cuando Martí quería evitar que se apoderaran de las Antillas y sumaran esa fuerza a la carga que ya emprendían contra América Latina, sabía que esa iba a ser la lucha de nuestras naciones para conseguir la que llamó “su segunda independencia”.
Promovieron y aceptaron en nuestras naciones a esos “hijos” de la especie de Somoza que solo compensaban dejándonos muertos, las riquezas que entregaban a los señores del norte y de la que sacaban sus tajadas de sirvientes.
No hubo en esta región, a lo largo de todo el siglo XX, una sola tiranía militar que no fuera promovida, aupada, aceptada, tolerada y elogiada por los democráticos Estados Unidos, porque de este lado del mundo jamás tuvieron ética, sino solo intereses. Juan Vicente Gómez, Rafael Leónidas Trujillo, Maximiliano Hernández Martínez, François Duvalier, Marcos Pérez Jiménez, Alfredo Stroessner, Castelo Branco, Garrastazu Médici, Jorge Ubico, Fulgencio Batista, Anastasio Somoza y sus hijos Luis y Tachito, Tiburcio Carías, Rafael Videla, Augusto Pinochet, Carlos Castillo Armas, Miguel Ydígoras, Arana Osorio, Peralta Azurdia, Miguel Ovando, René Barrientos, hasta los muy recientes Micheletti y Federico Franco, pasando por el fugaz Pedro Carmona, todos ellos (en verdad son muchos más, pero la lista es demasiado extensa para registrarla en su totalidad) han sido los instrumentos que han usado los grandes intereses norteamericanos para protegerse y crecer, al precio de ensangrentar y desaparecer la democracia de nuestras naciones.
Toda esa partida de bandoleros trasmutados en presidentes, fueron convirtiendo América Latina en una tierra sembrada de pobreza, donde la revolución se volvía una necesidad inevitable. Entre los políticos norteamericanos del siglo XX, creo que quien mejor lo vio fue Robert Kennedy. Tuvo fama de ser el ideólogo de la administración de su hermano John, cuando se desempeñó como Procurador General. A Robert Kennedy se le conoce una afirmación: “la revolución en América Latina es inevitable: hagámosla nosotros”.
La única revolución que los Estados Unidos pudieron haber hecho o ayudado a hacer en América Latina, es la creación de un capitalismo desarrollado: es lo que aparentemente perseguía la Alianza para el Progreso, que patrocina la administración Kennedy en 1961. Pero, para llevar a cabo ese proyecto, eran indispensables las reformas agraria y fiscal que una zona de los grandes intereses norteamericanos no estaban dispuestos a aceptar.
En 1954, el régimen reformista de Árbenz, en Guatemala, fue derrocado por hacer una reforma agraria que afectó los intereses del mayor señor feudal de Centroamérica, la United Fruit Company. John Foster Dulles, el secretario de estado norteamericano que lideró la campaña de descrédito del régimen guatemalteco, era a la vez el abogado de la bananera. Su hermano Allen (todo en familia) hizo que la CIA, que dirigía, organizara el “Ejército Libertador” guatemalteco que invadió el país desde Honduras, para devolverle las tierras a la United.
Siete años después el propio John F, Kennedy secundó un plan semejante que le organizó Richard Nixon, y que condujo al estrepitoso fracaso norteamericano de Bahía de Cochinos.
Median semanas entre la victoria cubana de Playa Girón y el momento en que los Kennedy ponen en la mesa de la OEA, reunida en Punta del Este en agosto de 1961, el proyecto de la Alianza para el Progreso. Pero además de las previas reformas agraria y fiscal y la inversión de 20. 000 millones de dólares, la Alianza hubiera necesitado una conciencia del problema que, entre los políticos de los Estados Unidos, solo tenían los Kennedy. El presidente es asesinado en Dallas, en 1963 y, casi cuando tenía en sus manos la nominación como candidato demócrata a la presidencia, su hermano Robert es baleado en un hotel de Los Angeles, en 1968. A balazos fue sepultada la Alianza para el Progreso. La revolución latinoamericana vendría por otros caminos.
Desde entonces, los Estados Unidos han carecido de una política para acercarse a las naciones latinoamericanas.
II
La Revolución Cubana, que proclama su carácter socialista en 1961, soportó la agresión millitar derrotada en Playa Girón, el bloqueo comercial y financiero de los Estados Unidos, los numerosos actos terroristas promovidos desde territorio norteamericano, la expulsión de la OEA y la ruptura de relaciones de todos los gobiernos latinoamericanos, a excepción del de México.
La inquebrantable resistencia cubana parecía que tendría que ceder cuando entre los últimos años de la década de los ochenta y los primeros de la de los noventa, se derrumban la Unión Soviética y los gobiernos del socialismo europeo.
Cuba reordena su economía para promover el turismo internacional y empieza, difícilmente, a hallar maneras de subsistir. Desde los años ochenta, la pareja derechista que constituyen Ronald Reagan y Margaret Thatcher, adoptan los postulados neoliberales del economista Milton Friedman, que promueve un regreso al capitalismo puro y duro. Comienza un sistemático bombardeo del llamado “estado de bienestar” que comienza a afectar a Europa, especialmente a las naciones del económicamente menos favorecido sur. Si a Europa la ha sumido en una crisis cuyo final no se vislumbra, la adopción del modelo neoliberal en Latinoamérica fue simplemente devastador.
Carlos Andrés Pérez, en Venezuela; Carlos Saúl Menem, en Argentina; Carlos Salinas de Gortari, en México (cuántos Carlos), fueron apóstoles del desastre neoliberal. Los presidentes duran apenas horas en países económicamente desarbolados. En 1992, una frustrada insurrección militar en Venezuela no apunta en la tradicional dirección del golpe de estado derechista y represor, sino hacia los anhelos de una juventud militar que propone un regreso a los ideales del fundador: el libertador Simón Bolívar.
Sucesivamente van apareciendo nuevos líderes de orientación izquierdista y revolucionaria: Hugo Chávez gana las elecciones venezolanas de 1998 y casi hace desaparecer a los dos partidos tradicionales del ordenamiento burgués en el país. El dirigente sindical cocalero Evo Morales, un indígena, arrasa en las elecciones bolivianas; el obrero metalúrgico Luis Inacio Lula da Silva, gana las presidenciales del gigante Brasil; la pareja de antiguos rebeldes Néstor y Cristina Kirchner, se suceden en una presidencia argentina orientada a la izquierda. Poco después, el joven economista de izquierda Rafael Correa, asciende a la presidencia de Ecuador. Este grupo de dirigentes latinoamericanos destierra el proyecto de una Alianza de Libre Comercio de los Estados Unidos con América Latina, promovida por el presidente George W. Bush, con el apoyo de Vicente Fox y Álvaro Uribe.
Es en este contexto que John Kerry, secretario de estado de los Estados Unidos, acaba de aparecer ante el congreso de su país, reclamando un mayor acercamiento de los Estados Unidos a las naciones latinoamericanas, porque ellas son “el patio trasero de los Estados Unidos”.
Resulta alucinante que el jefe del State Department, una de las cancillerías más importantes del mundo, que puede incidir en bagatelas como la paz mundial, no tenga un asesor político o cultural, o simplemente un colaborador informado que le haga saber las connotaciones que tiene ese frase en el contexto latinoamericano.
Acaso Kerry haya pensado nada más en la posición geográfica de América Latina, al sur de los Estados Unidos de América. Por ese camino, pudo decir también que era la planta baja de su país, o el sótano. Pero esa localización tiene, además de su capacidad para situar en el espacio, la de situar en la valoración, en la jerarquía.
En nuestros países, donde el patio trasero de veras existe, este es lo que se llama el “traspatio”, generalmente una mínima extensión de tierra –porque no tiene piso– donde se pone todo lo que no encuentra lugar en el resto de la casa. Allí se colocan las herramientas e instrumentos que, cuando no se usan, no hacen otra cosa que estorbar, obstruir. Si uno tiene un cerdo, allí estará, como puede situarse allí un corral de gallinas. Ese, en la casa que lo tiene, es también el sitio de la basura.
América Latina ha sido, por demasiado tiempo, el patio trasero de los Estados Unidos. Pero eso ha cambiado. Ahora apuesta por el pleno despliegue de su independencia y su soberanía. Aspira a su propio desarrollo. Ese que no pudo darle la Alianza para el Progreso, pero que ella aspira a conseguir, como aspira a conseguir también su unidad.
El gobierno guatemalteco de Jacobo Árbenz y la Revolución Cubana fueron condenados por la OEA a reclamo del Departamento de Estado norteamericano. Hoy, Estados Unidos no han encontrado un solo país que los acompañe en su desconocimiento a la legitimidad de la presidencia de Nicolás Maduro en Venezuela. Ni la OEA ni los conservadores gobiernos de Chile, Colombia y México, se han decidido a secundarlo.
El poderoso State Department debía tener exigencias más serias a la hora de elegir a su jefe. O, si no se tienen, habría que enseñarle, una vez escogido, ciertas normas elementales que rigen las relaciones internacionales. O, si tampoco las puede aprender, al menos enseñarle a callarse.
(Tomado del blog Segunda Cita)
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