1 de Noviembre: la muerte en la tradición
Por: Salvador López Arnal
Rebelión
Fue una de las pocas ocasiones en las que Manuel Sacristán (1925-1985), el traductor de Marx, Platón, Quine, Heine y Schumpeter, el autor de Sobre Marx y marxismo , habló (públicamente) a calzón bajado.
Fue en una conversación con Antoni Munné y Jordi Guiu en la Semana Santa de 1979. Transcrita poco después, no le acabó de convencer. Hablaba demasiado de sus neuras, comentó, y, además, algunas de sus reflexiones podían ser causa de desmovilización del movimiento democrático-y-comunista que, por supuesto, en aquellos momentos de lucha y resistencia no había dicho la última palabra ni había realizado sus últimas acciones.
Se equivocó esta vez el estudioso de Heidegger. La citada conversación con el profesor de Metodología de las Ciencias Sociales, entonces recientemente reincorporado a la Facultad de Económicas de la UB tras su expulsión por motivos políticos en 1965, está entre las mejores entrevistas que se le hicieron, justo al lado, muy cerca de sus entrevistas con Dialéctica , con Naturaleza , con CTI sobre la traducción o la que le hiciera José María Mohedano para Cuadernos para el diálogo en 1969 tras la contrarrevolucionaria invasión de Praga por las tropas de cinco países de Pacto de Varsovia, un punto de no retorno en su consideración del pasado, presente y futuro de los países de Europa del Este [1], causa determinante en última instancia de su singular -y casi en minoría de uno o de cinco- intento de renovación del ideario, las categorías y los procedimientos de la tradición marxista-comunista.
La entrevista con Guiu y Munné se editó 10 años después, en mientras tanto , la revista que el autor de Introducción a la lógica y al análisis formal , más hizo suya, y en Acerca de Manuel Sacristán [2], un libro de conversaciones de y sobre Sacristán que preparamos y coordinamos Pere de la Fuente y el firmante de esta nota.
En uno de los pasos de la entrevista, el traductor de El Capital da cuenta de algunos nudos de su evolución política y filosófica. De este modo, señala, empezó a intentar entender “lo que había quedado liquidado en la cuneta por la marcha histórica”, como reacción a la bestial y siniestra idea de los vertederos de la historia que se seguía manteniendo “en la tradición del grueso del movimiento obrero”, como si lo que hubiera quedado en las cunetas, proseguía el autor de Pacifismo, ecologismo y política alternativa , “fuera basura, siendo así que está claro que basura, en cierta medida, lo somos todos y, en cierto sentido, nadie, por lo menos dentro de los grupos dominados”.
Lo hizo además “intentando no tener la debilidad, única que creía que podía no tener en comparación con una actitud como la de Rafael [Sánchez Ferlosio]” [3], que era reproducir de algún modo el esquema del intelectual tradicional: “ser cómodo para los dominadores, ser cómodo para los explotadores”. Entonces el editor de la biografía de Gerónimo se acercó a “la comprensión y al amor de esa gente que quedaba en la cuneta, intentado mantener la voluntad de racionalidad del movimiento obrero” que era, en su opinión, voluntad de modestia. Dicho de otro modo: “haciendo la radiografía moral de, por así decirlo, la cultura del movimiento obrero -aunque eso de “cultura obrera” no sea tomado más que como idea reguladora- resulta que la diferencia fundamental con la cultura de los intelectuales, que tan odiosa me resultaba, es el principio de la modestia”.
A lo que añadía el que fuera ex miembro del comité ejecutivo del PSUC:
El militante obrero, el representante obrero, aunque sea culto, es modesto porque -se podría decir- reconoce que existe la muerte, como la reconoce el pueblo. El pueblo sabe que uno muere. El intelectual es una especie de cretino grandilocuente que se empeña en no morirse, es un topo que no se ha enterado de que uno muere e intenta ser célebre, hacerse un nombre, destacar..., esas gilipolleces [4] del intelectual que son el trasunto ideal de su pertenencia a la clase dominante. En cambio, en la cultura obrera está la modestia porque está el reconocimiento de la muerte. Y los héroes obreros son, en general, héroes anónimos, mientras que los héroes intelectuales tienen dieciocho apellidos, cuarenta antepasados, influencias de escuelas y todas estas leches de los intelectuales tradicionales . [la cursiva es mía]
Héroes anónimos que reconocen la muerte.
El humor afable sobre uno mismo, además de la modestia, también permitía una aproximación. En una carta a su cuñada, Anna Adinolfi [5], escrita medio año antes de su propio fallecimiento, comentaba irónicamente:
Era una mattina cupa e tempestuosa . El señor Manolo fue a recoger el resultado de los últimos análisis de sangre, abrió el sobre y quedó aterrado.
'Mannaggia! -dijo lentamente-. Estoy muriendo.' Y fue corriendo al ascensor (...), deseando llegar pronto y a tiempo al depósito de cadáveres del hospital que se encuentra en el subsuelo o sótano. ‘Aquí estoy -dijo al médico jefe del servicio-, soy un cadáver diligente que viene aquí de por sí’.’¿Lleva usted encima su carnet de cadáver?´, preguntó el médico. ‘No’. ’Entonces vaya usted al estanco de aquí enfrente y compre una póliza de 25 pesetas para extender la instancia. De otra forma no podré aceptarle’. El señor Manolo se encaminó hacia el estanco; abrió la boca para pedir la póliza, pero pensó que antes hubiera lamido un caramelo de miel que tenía el estanquero. Así lo hizo, y se sintió tan bien como para aplazar momentáneamente el trámite cadavérico.
La ironía era, también, una forma de ir en serio. Con modestia. Sacristán fue en serio.
Como su amigo y compañero recientemente fallecido, Francisco Fernández Buey. En el atril ubicado al lado de su ordenador, en su despacho en la Universidad Pompeu Fabra, puede verse una hermosa tarjeta de la Fundación César Manrique. “Bienestar para el 2011” se desea en una de las caras. En el reverso, está escrita una frase de Manrique que acaso el autor de La gran perturbación y La ilusión del método releyera en algunas ocasiones: “Al fin y al cabo son los especuladores, los asesinos del pensamiento, los que han conducido a la humanidad a la confusión, al desencanto y a la desesperanza de un futuro suicida”.
Está fechada en 2012… Perdón, perdón, me he equivocado. En 1979.
Notas:
[1] Quedará para la historia (blanca) del comunismo del siglo XX esta carta de Sacristán remitida a su amigo y compañero Xavier Folch cuatro días después de la invasión: “Tengo que bajar a Barcelona el jueves día 29 [de agosto de 1968]. Pasaré por tu casa antes de que esté cerrado el portal. Tal vez porque yo, a diferencia de lo que dices de ti, no esperaba los acontecimientos, la palabra “indignación” me dice poco. El asunto me parece lo más grave ocurrido en muchos años, tanto por su significación hacia el futuro cuanto por la que tiene respecto de cosas pasadas. Por lo que hace al futuro, me parece síntoma de incapacidad de aprender. Por lo que hace al pasado, me parece confirmación de las peores hipótesis acerca de esa gentuza, confirmación de las hipótesis que siempre me resistí a considerar. La cosa, en suma, me parece final de acto, si no ya final de tragedia. Hasta el jueves”.
[2] En Destino. Puede verse ahora en: ‘”Una conversación con Manuel Sacristán” por J. Guiu y A. Munné’. En De la Primavera de Praga al marxismo ecologista. Entrevistas con Manuel Sacristán Luzón . Madrid, Los Libros de la Catarata, 2004 (edición de Francisco Fernández Buey y Salvador López Arnal), pp. 91-114.
[3] Una parte de la correspondencia entre ambos (desde finales de los cincuenta hasta mediados de los sesenta), puede consultarse entre la documentación de Sacristán depositada en la Facultad de Economía y Empresa de la UB.
[4] Es infrecuente el uso de esos términos por parte de Sacristán. No era lo uso el empleo del lenguaje soez.
[5] Carta del 3 de febrero de 1985 a Anna Adinolfi. En Rosa Rossi “Puesto ya el pie en el estribo”, mientras tanto, nº 30-31, 1987, p. 38
Por: Salvador López Arnal
Rebelión
Fue una de las pocas ocasiones en las que Manuel Sacristán (1925-1985), el traductor de Marx, Platón, Quine, Heine y Schumpeter, el autor de Sobre Marx y marxismo , habló (públicamente) a calzón bajado.
Fue en una conversación con Antoni Munné y Jordi Guiu en la Semana Santa de 1979. Transcrita poco después, no le acabó de convencer. Hablaba demasiado de sus neuras, comentó, y, además, algunas de sus reflexiones podían ser causa de desmovilización del movimiento democrático-y-comunista que, por supuesto, en aquellos momentos de lucha y resistencia no había dicho la última palabra ni había realizado sus últimas acciones.
Se equivocó esta vez el estudioso de Heidegger. La citada conversación con el profesor de Metodología de las Ciencias Sociales, entonces recientemente reincorporado a la Facultad de Económicas de la UB tras su expulsión por motivos políticos en 1965, está entre las mejores entrevistas que se le hicieron, justo al lado, muy cerca de sus entrevistas con Dialéctica , con Naturaleza , con CTI sobre la traducción o la que le hiciera José María Mohedano para Cuadernos para el diálogo en 1969 tras la contrarrevolucionaria invasión de Praga por las tropas de cinco países de Pacto de Varsovia, un punto de no retorno en su consideración del pasado, presente y futuro de los países de Europa del Este [1], causa determinante en última instancia de su singular -y casi en minoría de uno o de cinco- intento de renovación del ideario, las categorías y los procedimientos de la tradición marxista-comunista.
La entrevista con Guiu y Munné se editó 10 años después, en mientras tanto , la revista que el autor de Introducción a la lógica y al análisis formal , más hizo suya, y en Acerca de Manuel Sacristán [2], un libro de conversaciones de y sobre Sacristán que preparamos y coordinamos Pere de la Fuente y el firmante de esta nota.
En uno de los pasos de la entrevista, el traductor de El Capital da cuenta de algunos nudos de su evolución política y filosófica. De este modo, señala, empezó a intentar entender “lo que había quedado liquidado en la cuneta por la marcha histórica”, como reacción a la bestial y siniestra idea de los vertederos de la historia que se seguía manteniendo “en la tradición del grueso del movimiento obrero”, como si lo que hubiera quedado en las cunetas, proseguía el autor de Pacifismo, ecologismo y política alternativa , “fuera basura, siendo así que está claro que basura, en cierta medida, lo somos todos y, en cierto sentido, nadie, por lo menos dentro de los grupos dominados”.
Lo hizo además “intentando no tener la debilidad, única que creía que podía no tener en comparación con una actitud como la de Rafael [Sánchez Ferlosio]” [3], que era reproducir de algún modo el esquema del intelectual tradicional: “ser cómodo para los dominadores, ser cómodo para los explotadores”. Entonces el editor de la biografía de Gerónimo se acercó a “la comprensión y al amor de esa gente que quedaba en la cuneta, intentado mantener la voluntad de racionalidad del movimiento obrero” que era, en su opinión, voluntad de modestia. Dicho de otro modo: “haciendo la radiografía moral de, por así decirlo, la cultura del movimiento obrero -aunque eso de “cultura obrera” no sea tomado más que como idea reguladora- resulta que la diferencia fundamental con la cultura de los intelectuales, que tan odiosa me resultaba, es el principio de la modestia”.
A lo que añadía el que fuera ex miembro del comité ejecutivo del PSUC:
El militante obrero, el representante obrero, aunque sea culto, es modesto porque -se podría decir- reconoce que existe la muerte, como la reconoce el pueblo. El pueblo sabe que uno muere. El intelectual es una especie de cretino grandilocuente que se empeña en no morirse, es un topo que no se ha enterado de que uno muere e intenta ser célebre, hacerse un nombre, destacar..., esas gilipolleces [4] del intelectual que son el trasunto ideal de su pertenencia a la clase dominante. En cambio, en la cultura obrera está la modestia porque está el reconocimiento de la muerte. Y los héroes obreros son, en general, héroes anónimos, mientras que los héroes intelectuales tienen dieciocho apellidos, cuarenta antepasados, influencias de escuelas y todas estas leches de los intelectuales tradicionales . [la cursiva es mía]
Héroes anónimos que reconocen la muerte.
El humor afable sobre uno mismo, además de la modestia, también permitía una aproximación. En una carta a su cuñada, Anna Adinolfi [5], escrita medio año antes de su propio fallecimiento, comentaba irónicamente:
Era una mattina cupa e tempestuosa . El señor Manolo fue a recoger el resultado de los últimos análisis de sangre, abrió el sobre y quedó aterrado.
'Mannaggia! -dijo lentamente-. Estoy muriendo.' Y fue corriendo al ascensor (...), deseando llegar pronto y a tiempo al depósito de cadáveres del hospital que se encuentra en el subsuelo o sótano. ‘Aquí estoy -dijo al médico jefe del servicio-, soy un cadáver diligente que viene aquí de por sí’.’¿Lleva usted encima su carnet de cadáver?´, preguntó el médico. ‘No’. ’Entonces vaya usted al estanco de aquí enfrente y compre una póliza de 25 pesetas para extender la instancia. De otra forma no podré aceptarle’. El señor Manolo se encaminó hacia el estanco; abrió la boca para pedir la póliza, pero pensó que antes hubiera lamido un caramelo de miel que tenía el estanquero. Así lo hizo, y se sintió tan bien como para aplazar momentáneamente el trámite cadavérico.
La ironía era, también, una forma de ir en serio. Con modestia. Sacristán fue en serio.
Como su amigo y compañero recientemente fallecido, Francisco Fernández Buey. En el atril ubicado al lado de su ordenador, en su despacho en la Universidad Pompeu Fabra, puede verse una hermosa tarjeta de la Fundación César Manrique. “Bienestar para el 2011” se desea en una de las caras. En el reverso, está escrita una frase de Manrique que acaso el autor de La gran perturbación y La ilusión del método releyera en algunas ocasiones: “Al fin y al cabo son los especuladores, los asesinos del pensamiento, los que han conducido a la humanidad a la confusión, al desencanto y a la desesperanza de un futuro suicida”.
Está fechada en 2012… Perdón, perdón, me he equivocado. En 1979.
Notas:
[1] Quedará para la historia (blanca) del comunismo del siglo XX esta carta de Sacristán remitida a su amigo y compañero Xavier Folch cuatro días después de la invasión: “Tengo que bajar a Barcelona el jueves día 29 [de agosto de 1968]. Pasaré por tu casa antes de que esté cerrado el portal. Tal vez porque yo, a diferencia de lo que dices de ti, no esperaba los acontecimientos, la palabra “indignación” me dice poco. El asunto me parece lo más grave ocurrido en muchos años, tanto por su significación hacia el futuro cuanto por la que tiene respecto de cosas pasadas. Por lo que hace al futuro, me parece síntoma de incapacidad de aprender. Por lo que hace al pasado, me parece confirmación de las peores hipótesis acerca de esa gentuza, confirmación de las hipótesis que siempre me resistí a considerar. La cosa, en suma, me parece final de acto, si no ya final de tragedia. Hasta el jueves”.
[2] En Destino. Puede verse ahora en: ‘”Una conversación con Manuel Sacristán” por J. Guiu y A. Munné’. En De la Primavera de Praga al marxismo ecologista. Entrevistas con Manuel Sacristán Luzón . Madrid, Los Libros de la Catarata, 2004 (edición de Francisco Fernández Buey y Salvador López Arnal), pp. 91-114.
[3] Una parte de la correspondencia entre ambos (desde finales de los cincuenta hasta mediados de los sesenta), puede consultarse entre la documentación de Sacristán depositada en la Facultad de Economía y Empresa de la UB.
[4] Es infrecuente el uso de esos términos por parte de Sacristán. No era lo uso el empleo del lenguaje soez.
[5] Carta del 3 de febrero de 1985 a Anna Adinolfi. En Rosa Rossi “Puesto ya el pie en el estribo”, mientras tanto, nº 30-31, 1987, p. 38
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