Palabras a los intelectuales a la vuelta de medio siglo
Por: Aurelio Alonso
Los días 16, 23 y 30 de junio de 1961, los artistas e intelectuales cubanos se reunieron con el líder cubano Fidel Castro y quedó trazada la política cultural de la joven Revolución
En 1961 se hacía crítico el complejo de contradicciones que generó la radicalidad del proceso de transformación revolucionaria, iniciado dos años antes en la sociedad cubana. Llegaba al clímax el dilema entre revolución y contrarrevolución.
No cabe pensar en los escritores y artistas como los únicos intelectuales atenazados por las preguntas que la coyuntura levantaba. Creo que para el periodismo, las disciplinas del pensamiento social y otros sectores, la necesidad de definición era la misma, o muy parecida. No fue que se prohibiera la exhibición de un filme sino la urgencia de saber si la política cultural de la revolución naciente iba a estar regida por la censura. De saber si serían impuestos patrones ideológicamente rígidos al arte y a la literatura, y con ellos, si el camino sería el de poner orejeras al pensamiento y a la creación. El propio Fidel lo resumía así en su intervención: «El problema que aquí se ha estado discutiendo y vamos a abordar, es el problema de la libertad de los escritores y de los artistas para expresarse [...] El punto más polémico de esta discusión es si debe haber o no una absoluta libertad de contenido en la expresión artística».
La intelectualidad que vivía la sacudida cubana lo requería. Se trataba de las preguntas que no podían dejar de formularse los coetáneos de los nuevos conductores políticos. Los más jóvenes no éramos capaces de imaginar cuánto significarían para nosotros, y para los que iban a nacer después, aquel debate y aquella definición.
No se había dado aún reunión o discusión nacional alguna dentro de la intelectualidad a la cual tocó participar del cambio, que lo estaba viviendo, de un modo o de otro, recibiendo satisfacciones o padeciendo angustias. El cambio nos involucraba a todos: el pueblo lo protagonizaba. Y dentro del pueblo, los creadores, la universidad, el mundo entero de la cultura.
No fue aquel un encuentro planificado, ni con programa o agenda previa, ni acotado por filiaciones ideológicas. No se resolvió en un horario fijado o dentro de una jornada: se mantuvo mientras quedaban cosas por decir, preguntas por hacer, respuestas por recibir. Sesionó en la Biblioteca Nacional los días 16, 23 y 30 de junio. Solo un mes y medio después se celebraba el congreso fundacional de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y aquel encuentro que lo precedió le dejaba como legado coordenadas de reflexión.
El discurso de Fidel Castro que ha quedado para la historia con ese título, Palabras a los intelectuales, tampoco era un texto elaborado sino un verdadero ejercicio de pensamiento: una respuesta revolucionaria de altura ante la problemática que tres sesiones de discusión de inquietudes habían puesto ante la mirada de todos. Fue en aquella intervención que quedó plasmada, en una expresión sencilla, inequívoca, una postura que devendría paradigmática. Cimentada en un principio —tal vez sin precedente en la tradición socialista— que previniera, al mismo tiempo, los riesgos de dos dogmas extremos: de un lado, el de aplastar las libertades y, del otro, el de tolerarlas en detrimento, incluso, del proyecto revolucionario.
Recordemos la sentencia que marca la perpetuación de aquel discurso: «Dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, ningún derecho». Cito la versión en que precisa, como «ningún derecho», lo que expresó en líneas anteriores como «nada». Me cuido así de la antinomia, que a menudo ha prevalecido: erróneamente citado como «dentro» y «fuera», o como «con» y «contra». En las líneas que preceden a esta frase tan recordada, leemos: «que la Revolución no puede ser por esencia enemiga de las libertades; que si la preocupación de alguno es que la Revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, [...] es innecesaria, [...] esa preocupación no tiene razón de ser».
Recuerdo que esta afirmación provocó una verdadera explosión de interpretaciones, entre el entusiasmo y la perplejidad, en Cuba y en el mundo. Había logrado articular el compromiso revolucionario con un escenario de libertad creativa en una fórmula inédita en los esquemas del socialismo certificado hasta entonces.
Sabemos que «dentro» y «contra» fueron manejados muchas veces en referencias arbitrarias. Tuvo que correr agua bajo los puentes para que llegaran a manos de los lectores más jóvenes algunas de las obras cubanas más significativas de aquellos años. Nada se implementó contra las Palabras a los intelectuales sino, paradójicamente, a partir de una interpretación distorsionada de las mismas. En 1996, recordaba Armando Hart que su actuación fundacional en el Ministerio de Cultura, 20 años atrás, se orientaba a «aplicar los principios enunciados por Fidel en Palabras a los intelectuales y para desterrar radicalmente las debilidades y los errores que habían surgido en la instrumentación de esa política».
La experiencia del marxismo soviético está cargada de ejemplos de esa suerte de hermenéutica distrófica del pensamiento revolucionario, concebida para justificar las arbitrariedades políticas consumadas. También para nosotros (los intelectuales cubanos, quiero decir) la crítica a una proyección soviética, durante algunos años, podía volverse objeto de una severa descalificación ideológica; poco importaba que fuera justa o no. Pero lo más complicado es que el futuro del pensamiento no está exento —no lo estará nunca, ni aquí ni en ninguna latitud— de la recurrencia a estas deformaciones. Es la vertiente más escabrosa de la real batalla de ideas.
Para terminar, quiero añadir que me resisto a desestimar el reparo contenido en la frase: «contra la Revolución, nada». Y es que observo una tendencia crítica liberal que objeta esta advertencia, que la tacha de represiva, o de excluyente o, al menos, de extemporánea. En una Mesa Redonda Informativa dedicada a las Palabras..., el 29 de enero de 2001, Roberto Fernández Retamar recordaba haber hallado una resonancia martiana en Con todos y para el bien de todos, el discurso de 1891, pronunciado por Martí en Tampa, en plena campaña revolucionaria. Acudo a esta cita porque, ella precisamente, extraída de su contexto, se ha visto manipulada hoy para oponerla al tramo final de la frase de Fidel: «contra la Revolución, nada». Fernández Retamar apunta que el del Maestro «es un discurso englobador, pero cuando se lee con cuidado se ve cómo Martí también excluye de ese “todos” a quienes podríamos llamar “recalcitrantes”, para utilizar el término de que se valió Fidel».
No hay que pasar por alto que «el bien de todos» es de todos menos de quienes actúan por convertirlo en propio, en detrimento de otros. Advierte Martí, en el mismo discurso, sobre «la mano de la colonia que no dejará a su hora de venírsenos encima, disfrazada con el guante de la república. ¡Y cuidado, cubanos, que hay guantes tan bien imitados que no se diferencian de la mano natural!». No hay ingenuidad política posible en Martí como para creer que para él no sería igualmente válida la afirmación de que «contra la Revolución, ningún derecho».
Finalmente, lo que quisiera destacar en estas breves apreciaciones es la vigencia, que se me antoja imperecedera, de aquella síntesis que Fidel lograra en 1961. (Fragmentos de un texto mayor)
Tomado de Juventud Rebelde
Por: Aurelio Alonso
Los días 16, 23 y 30 de junio de 1961, los artistas e intelectuales cubanos se reunieron con el líder cubano Fidel Castro y quedó trazada la política cultural de la joven Revolución
En 1961 se hacía crítico el complejo de contradicciones que generó la radicalidad del proceso de transformación revolucionaria, iniciado dos años antes en la sociedad cubana. Llegaba al clímax el dilema entre revolución y contrarrevolución.
No cabe pensar en los escritores y artistas como los únicos intelectuales atenazados por las preguntas que la coyuntura levantaba. Creo que para el periodismo, las disciplinas del pensamiento social y otros sectores, la necesidad de definición era la misma, o muy parecida. No fue que se prohibiera la exhibición de un filme sino la urgencia de saber si la política cultural de la revolución naciente iba a estar regida por la censura. De saber si serían impuestos patrones ideológicamente rígidos al arte y a la literatura, y con ellos, si el camino sería el de poner orejeras al pensamiento y a la creación. El propio Fidel lo resumía así en su intervención: «El problema que aquí se ha estado discutiendo y vamos a abordar, es el problema de la libertad de los escritores y de los artistas para expresarse [...] El punto más polémico de esta discusión es si debe haber o no una absoluta libertad de contenido en la expresión artística».
La intelectualidad que vivía la sacudida cubana lo requería. Se trataba de las preguntas que no podían dejar de formularse los coetáneos de los nuevos conductores políticos. Los más jóvenes no éramos capaces de imaginar cuánto significarían para nosotros, y para los que iban a nacer después, aquel debate y aquella definición.
No se había dado aún reunión o discusión nacional alguna dentro de la intelectualidad a la cual tocó participar del cambio, que lo estaba viviendo, de un modo o de otro, recibiendo satisfacciones o padeciendo angustias. El cambio nos involucraba a todos: el pueblo lo protagonizaba. Y dentro del pueblo, los creadores, la universidad, el mundo entero de la cultura.
No fue aquel un encuentro planificado, ni con programa o agenda previa, ni acotado por filiaciones ideológicas. No se resolvió en un horario fijado o dentro de una jornada: se mantuvo mientras quedaban cosas por decir, preguntas por hacer, respuestas por recibir. Sesionó en la Biblioteca Nacional los días 16, 23 y 30 de junio. Solo un mes y medio después se celebraba el congreso fundacional de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y aquel encuentro que lo precedió le dejaba como legado coordenadas de reflexión.
El discurso de Fidel Castro que ha quedado para la historia con ese título, Palabras a los intelectuales, tampoco era un texto elaborado sino un verdadero ejercicio de pensamiento: una respuesta revolucionaria de altura ante la problemática que tres sesiones de discusión de inquietudes habían puesto ante la mirada de todos. Fue en aquella intervención que quedó plasmada, en una expresión sencilla, inequívoca, una postura que devendría paradigmática. Cimentada en un principio —tal vez sin precedente en la tradición socialista— que previniera, al mismo tiempo, los riesgos de dos dogmas extremos: de un lado, el de aplastar las libertades y, del otro, el de tolerarlas en detrimento, incluso, del proyecto revolucionario.
Recordemos la sentencia que marca la perpetuación de aquel discurso: «Dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, ningún derecho». Cito la versión en que precisa, como «ningún derecho», lo que expresó en líneas anteriores como «nada». Me cuido así de la antinomia, que a menudo ha prevalecido: erróneamente citado como «dentro» y «fuera», o como «con» y «contra». En las líneas que preceden a esta frase tan recordada, leemos: «que la Revolución no puede ser por esencia enemiga de las libertades; que si la preocupación de alguno es que la Revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, [...] es innecesaria, [...] esa preocupación no tiene razón de ser».
Recuerdo que esta afirmación provocó una verdadera explosión de interpretaciones, entre el entusiasmo y la perplejidad, en Cuba y en el mundo. Había logrado articular el compromiso revolucionario con un escenario de libertad creativa en una fórmula inédita en los esquemas del socialismo certificado hasta entonces.
Sabemos que «dentro» y «contra» fueron manejados muchas veces en referencias arbitrarias. Tuvo que correr agua bajo los puentes para que llegaran a manos de los lectores más jóvenes algunas de las obras cubanas más significativas de aquellos años. Nada se implementó contra las Palabras a los intelectuales sino, paradójicamente, a partir de una interpretación distorsionada de las mismas. En 1996, recordaba Armando Hart que su actuación fundacional en el Ministerio de Cultura, 20 años atrás, se orientaba a «aplicar los principios enunciados por Fidel en Palabras a los intelectuales y para desterrar radicalmente las debilidades y los errores que habían surgido en la instrumentación de esa política».
La experiencia del marxismo soviético está cargada de ejemplos de esa suerte de hermenéutica distrófica del pensamiento revolucionario, concebida para justificar las arbitrariedades políticas consumadas. También para nosotros (los intelectuales cubanos, quiero decir) la crítica a una proyección soviética, durante algunos años, podía volverse objeto de una severa descalificación ideológica; poco importaba que fuera justa o no. Pero lo más complicado es que el futuro del pensamiento no está exento —no lo estará nunca, ni aquí ni en ninguna latitud— de la recurrencia a estas deformaciones. Es la vertiente más escabrosa de la real batalla de ideas.
Para terminar, quiero añadir que me resisto a desestimar el reparo contenido en la frase: «contra la Revolución, nada». Y es que observo una tendencia crítica liberal que objeta esta advertencia, que la tacha de represiva, o de excluyente o, al menos, de extemporánea. En una Mesa Redonda Informativa dedicada a las Palabras..., el 29 de enero de 2001, Roberto Fernández Retamar recordaba haber hallado una resonancia martiana en Con todos y para el bien de todos, el discurso de 1891, pronunciado por Martí en Tampa, en plena campaña revolucionaria. Acudo a esta cita porque, ella precisamente, extraída de su contexto, se ha visto manipulada hoy para oponerla al tramo final de la frase de Fidel: «contra la Revolución, nada». Fernández Retamar apunta que el del Maestro «es un discurso englobador, pero cuando se lee con cuidado se ve cómo Martí también excluye de ese “todos” a quienes podríamos llamar “recalcitrantes”, para utilizar el término de que se valió Fidel».
No hay que pasar por alto que «el bien de todos» es de todos menos de quienes actúan por convertirlo en propio, en detrimento de otros. Advierte Martí, en el mismo discurso, sobre «la mano de la colonia que no dejará a su hora de venírsenos encima, disfrazada con el guante de la república. ¡Y cuidado, cubanos, que hay guantes tan bien imitados que no se diferencian de la mano natural!». No hay ingenuidad política posible en Martí como para creer que para él no sería igualmente válida la afirmación de que «contra la Revolución, ningún derecho».
Finalmente, lo que quisiera destacar en estas breves apreciaciones es la vigencia, que se me antoja imperecedera, de aquella síntesis que Fidel lograra en 1961. (Fragmentos de un texto mayor)
Tomado de Juventud Rebelde
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