"La religión, nueva mercancía
Por: Javier Solís
En toda época de crisis crece la religiosidad en todos los niveles sociales y culturales. La crisis del capitalismo va a llenar iglesias y se disparará la venta de la Biblia.
El todavía fresco fenómeno mediático de Juan Pablo II y el éxito editorial del Código Da Vinci son un signo, entre otros, de la sensibilidad religiosa de la sociedad contemporánea. Pero el desafío de esa búsqueda no parece encontrar la respuesta esperada. Las instituciones religiosas se defienden a sí mismas.
“¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué calló? ¿Cómo pudo tolerar este estallido de destrucción, este triunfo del mal?” Gritó, dramático, el Papa Benedicto XVI en el campo de exterminio humano de Oswiecim, Polonia, el 28 de mayo de 2006.
¿Cómo ignorar la autoridad de esta voz desgarradora? Nunca desde la Edad Media europea la fe religiosa había sido un componente estratégico de la sociedad. ¿No está el fundamentalismo cristiano en el poder en los Estados Unidos? Sus seguidores mandan en la Casa Blanca, la Corte Suprema, las fuerzas armadas, el Banco Mundial, las agencias gubernamentales y los servicios de inteligencia. Dios es invocado como el legitimador, tanto del terrorismo islámico como de la lucha contra el terrorismo de los Estados Unidos. La religión constituye hoy un dato político de primera importancia en las relaciones internacionales de los estados y en la vida personal de varios miles de millones de humanos. No podemos ignorar que unas caricaturas sobre Mahoma publicadas en Dinamarca y reproducidas en otros diarios europeos han provocado una crisis de política internacional.
¿Por qué el grito del Papa? No es un grito simplemente histórico por los crímenes del nazismo. Es un reclamo desgarrador a los hombres y la mujeres de hoy: el abuso del nombre de Dios para justificar la violencia ciega contra personas inocentes, el rechazo cínico de Dios y el escarnio de la religión, según sus propias palabras.
Es cierto que estamos en un mundo “religioso”. Millones de masas empobrecidas, sobre todo en América Latina, pero también en África, Filipinas y en los resabios atrasados de los campos de cultivo europeos, siguen aferradas a una fe en un dios que les promete una vida mejor, aunque sea después de la muerte. A él acuden en el torbellino de sus miserias, de sus falencias, de sus limitaciones. Esa esperanza se expresa en ritos, apariciones sobrenaturales, milagros, santos mediadores, reliquias, amuletos, procesiones sensibleras, suntuosos templos o concentraciones multitudinarias. Emociones efímeras. Mezcla de tradición cristiana con superstición y magia. Mel Gibson echó mano del morbo de esa religiosidad para presentar la pasión de Cristo nadando en estañotes de tinta roja. Es la teología de “a más tormento, mayor redención”.
A niveles más sofisticados e incluso a nivel de las grandes estrella mediáticas, estilo Madonna o Beckham, el exhibir una cruz, de oro obviamente, colgando entre los pechos, es fuente de vanidad o de sorna, no se sabe. Entre los metrosexuales es un complemento indispensable de la moda de marca.
Pero, sobre todo a partir del Presidente Busch, el “God bless you”; el “si Dios quiere”, “Dios lo acompañe”, o “con la ayuda de Dios” han dejado de ser simples interjecciones idiomáticas para convertirse en una especie de confesión pública de fe, aunque la vida personal o política muestre las más flagrantes incongruencias con su contenido doctrinal o moral. ¿No se persignan los futbolistas del mundo antes de empezar el partido? Todos somos testigos con qué facilidad ingenuos, ignorantes u oportunistas sin escrúpulos experimentan conversiones o fundan iglesias.
Los hombres del poder, –las mujeres siguen sin tenerlo-, en su función de mando o de ostentación del dinero, se afanan a tiempo y a destiempo en tocar a Dios con sus manos sucias, –bañándose en agua bendita- y aparecer como sus voceros y portadores de su salvación. Se casan por ritos religiosos, van a misas los occidentales y a la mezquita los sábados los musulmanes, reciben los sacramentos, son recibidos en audiencias cargados de condecoraciones y se hacen acompañar de monseñores y cardenales. Siempre defensores de la Iglesia o del Corán.
A nadie escapa que todo ello sólo es una estrategia de imagen. La fe no se ve por ningún lado. Su propósito real es meter sus manos sucias en la conciencia religiosa del pueblo sencillo o de los ignorantes, aplaudidos por clérigos enjoyados, que, para hacerlo, tienen que esconder su propio Código Canónico. Molière los llamó tartufos. Jesús, fariseos.
No deja de llamar la atención, porque el mercado y el consumo son leyes de vida en la sociedad de consumo, que en los países de tradición cristiana, la Navidad se haya convertido en el momento estelar de las ventas de artículos de consumo. ¿Quién se acuerda del nacimiento de Jesús y cuál era su propósito? Un muñeco vestido de rojo se encarga de convencer a adultos y niños de que lo único importante en la vida es tener cosas. ¿Y no es Semana Santa la primera semana turística mundial en las playas de alcohol y lujuria?
Juan Pablo II fue ciertamente un fenómeno mediático como persona. Hasta ahora el más grande de la historia. Millones de personas movilizadas. Todos los jefes de estado del mundo en sus funerales. Miles de encíclicas, exhortaciones, discursos, mensajes. Más de un centenar de viajes y periplos mundiales. La seducción de su figura imponente, atlética e irradiante, su práctica actoral, su incuestionable sinceridad en el cumplimiento de su misión tal y como él la concibió, producían una irresistible dramatización mediática. Su gesto impactante y la palabra exacta. Nunca antes el ceremonial vaticano había conquistado tales niveles de esplendor y de suntuosidad: los diseños de los brocados de los ornamentos, la coreografía de los movimientos colectivos, -en la apertura de la Puerta Santa en 1990, a cargo de Franco Zefirelli-, la diversidad de colores, jerarquías y vestimentas. Empuñaba la cruz con solemnidad y fuerza como quien empuña una lanza de caballero conquistador, seguido por miles de cámaras, periodistas y fotógrafos hasta el lecho doloroso de su muerte, privilegiando el decorado renacentista y grandioso de la Basílica Vaticana. Triunfo y poder. ¿Cómo se explica que después de 25 años de semejante fenómeno, su sucesor lance hoy la angustiosa pregunta sobre Dios?
Una respuesta puede comenzar a aflorar con el mayor hecho mediático del nuevo siglo: el Código Da Vinci. Los más de 40 millones de ejemplares del libro, vendidos en una docena de lenguas distintas en un lapso de cinco años y el golpe de taquilla de la producción de Hollywood parecen consagrar a la religión como un artículo de consumo mediático de gran rentabilidad. Ya Hollywood había incursionado exitosamente en la vertiente del mito del Diablo y del miedo sobrenatural con El exorcista (1973) de William Friedkin y El bebé de Rosemary (1968) de Roman Polansky. Más recientemente Martin Scorsese con La última tentación de Cristo (1988) y Mel Gibson con La pasión de Cristo (2004) intentaron convertir la vida de Jesús en contenido morboso de una producción masiva y taquillera. El rechazo de la Iglesia Católica, más que cualquier otra, a los tres primeros y su identificación con la versión sangrienta y tremendista de Gibson pasó a ser un ingrediente decisivo del éxito económico. Pero más allá del lucro, del marketing, del morbo, de la torpeza del contraataque y de la ficción, el Código Da Vinci parece haber sacudido tanto las convicciones religiosas como a las jerarquías del clero.
Dan Brown apoya su relato de ficción en dos columnas: (i) Jesús tuvo vida sexual, pareja y descendencia y (ii) la jerarquía de la Iglesia Católica se rige por la lógica de la conservación del poder patriarcal, cuya legitimidad se vería comprometida si se reconociera a la mujer en esa institución con iguales prerrogativas que el hombre.
La reacción oficial de los círculos jerárquicos católicos no sólo no amortiguó el golpe sino que parece estar destinada a producir un efecto boumerang. Hay que decir oficial, pero no unánime. La Iglesia Católica, no obstante su rigidez disciplinaria, su centralismo doctrinal y su clericalismo, es una institución de grandes espacios de discrecionalidad y libertad personal. Al fin de cuentas, el Evangelio de Jesús parece tener más fuerza espiritual que el Código de Derecho Canónico.
Comprobado el impacto mediático de la novela, círculos vaticanos y del Opus Dei, que es una comunidad integrista dentro de la Iglesia, pretendieron defenderse en dos líneas de fuego: (i) la novela carece de rigor científico-histórico y (ii) es una obra anticristiana, que amenaza la fe de los creyentes. Esta línea defensiva pretende identificar la tradición evangélica con la actual estructura jerárquico-política que tiene la Iglesia, con su praxis pastoral de actuar desde el poder y de tener como interlocutor al poder; y con su modelo doctrinal agustiniano de ser la fuente última de la verdad y la moral, no sólo para los creyentes sino para la humanidad entera. Mil setecientos años de vigencia de San Agustín. El poder ha embrujado y pervertido a las iglesias institucionales desde Constantino. Y el poder anda siempre en compañía del dinero.
El festín embriaga, además, si en nombre de la comunidad de los creyentes católicos habla un estado soberano, el Vaticano, que tiene un gobernante monárquico, príncipes (pero no princesas), corte, , relaciones diplomáticas, embajadas y un ceremonial -¿actos de culto?- suntuoso y caro.
Para los niveles intelectualmente avanzados, la primera línea carece de credibilidad porque no es precisamente la Iglesia Católica la que puede dar lecciones de rigor científico durante dos mil años de historia del cristianismo y de conocimiento de los libros de la Biblia. Todavía sigue propalando relatos fantasiosos sobre los primeros siglos de su historia, sobre martirios, reliquias, milagros y otras monsergas, como si fueran verdades comprobadas. Además, la novela se ha presentado como un libro de ficción.
La sociedad contemporánea, como lo demuestra todo lo dicho hasta aquí, parece buscar a Dios por cualquier medio. ¿Cuál Dios? Las instituciones que lo representan proyectan uno. Pero el hombre y la mujer contemporáneos no lo reconocen. No es ése el que buscan. En esas mismas instituciones no parece haber una sola imagen de Dios. El cristianismo sedujo prácticamente a las mejores mentes del mundo greco-romano a partir del siglo II y se convirtió en la principal fuente de valores de la construcción de la civilización occidental, hasta la emancipación de la ciencia y de la razón en el siglo 15. Pero esa misma emancipación estaba incubada en su seno. Allí estaba la irreductibilidad de la persona, su libertad radical; la igualdad esencial de todos los seres humanos, incluyendo a las mujeres; y el principio dinámico del fenómeno humano: el amor gratuito, la solidaridad, la hermandad en calidad de hijos de un mismo padre. Esa herencia fue formulada en La Carta sobre la tolerancia, de John Locke, considerada la carta fundacional del laicismo como ausencia de coacción para la creencia y la libre búsqueda del sentido de la vida. En el fondo, el cristianismo es el paradigma del humanismo puro, que para los creyentes, además, tiene una garantía trascendente.
El ansia de religiosidad tiene multiformes expresiones, aberrantes algunas, malintencionadas otras, pero convergentes todas en la ausencia de mística, de transparencia, de entrega, de gratuidad.
La amenaza para la religión cristiana no parece estar en la sexualidad de Jesús, la que haya sido; ni en la crítica a las conspiraciones de clérigos vestidos de moiré de seda y con grandes anillos y cruces de oro en el pecho. Está en los valores contrarios y contradictorios con el ideal evangélico. Está en hacer de la posesión y el consumo un dios. Está en la ética de la avaricia: el lucro y las ganancias son los únicos principios dinámicos del devenir humano. Está en la causa estructural de la pobreza. ¿Serán capaces las iglesias cristianas de vencer al poder del dinero y presentar al Nazareno que sedujo a Europa en el siglo II?
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