Un hecho histórico emblemático
Señor Presidente: Ningún capitalista jamás puede ser patriota
José Sant Roz
En el último “Alo Presidente”, el Comandante dijo que Arturo Uslar Pietri, AUP, pese a ser un artistócrata, se conservó como un patriota. Ya he demostrado suficientemente en mis escritos que AUP nunca pudo haber sido un patriota. No podía serlo, fue representante de las compañías petroleras y las defendió contra los intereses venezolanos, siendo senador de la República. Voy a demostrar con hechos, tomados de la historia, de las situaciones reales de la condición humana, por qué realmente un capitalista está inhabiltado para ser patriota.
Comencemos con la atmósfera general que dejó en Venezuela la “Revolución Libertadora”, que debió producir en la juventud de Rómulo Betancourt (marxista y comunista para la época) hondas contradicciones morales. Él no supo o no tenía las convicciones necesarias, como tampoco la audacia personal ni el conocimiento profundo, con los cuales abrir un nuevo cauce de valores morales para su pueblo.
No encontró de toda aquella generación de soldados, de líderes e intelectuales, uno solo que hubiese medio abierto una salida realmente propia a la pertinaz guerra fratricida. Había llegado Gómez para acabarlas, pero como un tapón brutal, a costa de llenar las cárceles y los camposantos, de entregar todos nuestros recursos a Estados Unidos, a cambio de su protección y apoyo. Es decir, de convertirnos otra vez en una colonia mil veces peor que la padecida bajo el mando español. Participó en esta “Revolución Libertadora”, un personaje importante, el “patriota” (muy parecido a AUP), don Julio Calcaño Herrera. Una historia que le dejó a Rómulo un residuo indisoluble, al no dejarle un cauce y un contexto sobre el cual fundamentar una teoría y programa para la refundación de la república; esta honda contradicción le hizo sentir que él era todo un accidente en esta tierra, y que por lo tanto debía actuar y pensar como un ser que iba a cumplir una solución meramente pasajera a un drama y a un conflicto insolubles.
He aquí los hechos que cayeron sobre Betancourt como ácido sulfúrico y que le produjeron esa resignación filósofica según la cual, nosotros en el sistema en el que nos desenvolvemos no tenemos cómo salir de nuestras horribles contradicciones. La única salida para él, era volverse un cipayo, un vende-patria, como lo hizo y como lo está haciendo toda la generación de politiqueros que se alimentaron en sus entrañas.
Para 1901, a Cipriano Castro ya no lo engañaba nadie. Él también había creído durante mucho tiempo que el progreso de un país se fundamentaba en lo que hicieran por su propia prosperidad los hacendados, los banqueros, los grandes propietarios de comercios. Porque de esta prosperidad acababa beneficiándose el pueblo. Estos eran los hombres que producían y que le daban empleo y de qué comer a la gente. Entonces se creó la idea de que éstos debían ser los más preciados, a los que el Estado les debía todo y por lo tanto merecían ser ayudados y protegidos. Pero Castro no tenía un programa alternativo ante esta grave realidad, y he ahí su horrible tragedia, que Betancourt en un principio trató de resolver mediante el estudio del marxismo.
Realmente, el país nunca iba a salir de abajo con invasiones desde afuera, con guerras intestinas; el asunto no era el conseguir o no un parque, dinero, pelotones de soldados arreados desde las haciendas y pueblos. No, la solución se encontraba en un nuevo pensamiento, en un nuevo programa político y humano que naciera de nosotros mismos. ¿Pero dónde estaba ese pensador que una vez tuvimos con Bolívar? ¿Dónde?
Que las leyes trataran de enjuiciar a un ganadero, a un rico propietario, era casi como atentar contra los valores sagrados del Estado. Esta gente además siempre era “generosa”. Era la que prestaba dinero y hombres, comida y ganado, bestias y armas a todas las insurrecciones que con frecuencia se encendían contra cualquiera de los que estuviesen mandando. Le daba igual que fuesen liberales o conservadores, verdes o amarillos, azules o blancos. Si perdían cobraban, si ganaban también eran resarcidas con harta largueza sus “pérdidas”, lo que habían “apostado”. Estos oligarcas además tenían muy buena prensa; eran los seres más generosos, más humanos, más cordiales y sacrificados en todos los pueblos y regiones.
Un rico tenía mucho más poder que un militar, que un obispo, que el Presidente de la República; él estaba en su casa tranquilo y hasta allá iban los poderosos a pedirle consejos, cargos, a ofrecerle negocios con grandes diferencias a su favor. Un rico no tenía por qué mover un dedo para seguir engrosando sus fortunas.
En lo más íntimo de sí, estos ricos miraban a las gentes de su propio país con el mayor desprecio; consideraban que sus obras no eran apreciadas por ellos y que la nación no se merecía sus sacrificios, sus desvelos por hacer dinero y por producir para ellos. Las fuentes de sus riquezas estaban en Nueva York, en París, Berlín, Londres o en Roma.
Desgraciadamente cuando los intereses de un rico eran tocados se disparaban todas las alarmas: se molestaba la Iglesia, se molestaba la prensa, los intelectuales; se perturbaban las universidades con sus investigadores y académicos; se irritaban los diplomáticos y por así decirlo se alteraba la armonía y el equilibrio todo de la nación. Había que pensarselo muy bien, pues.
Muchos jóvenes patriotas y talentosos se fueron a la guerra detrás del general Manuel Antonio Matos, porque para ellos este hombre representaba la esencia de las columnas del saber, las sagradas virtudes del trabajo; lo más sublime del progreso y los valores inmarcesibles de la patria. Esto fue, por ejemplo, lo que movió al ingeniero Julio Calcaño Herrera, a unirse a más de setenta generales que se habían rebelado contra Cipriano Castro, y que estaban bajo las órdenes del potentado Manuel Antonio Matos. Julio, que vivía en Caracas, se despidió de su madre con un beso en la frente. Iba a La Guaira y de allí partiría a Trinidad. Su progenitor lo acompañó hasta la Estación de trenes en Catia; allí se abrazaron como si no se fuesen a ver más, lloraron y finalmente el padre le dio la bendición. Ya Julio, acomodado en su asiento echó a vagar su imaginación, soñando en lo que le depararía el porvenir: la instauración de un gobierno democrático y fuerte, dirigido por hombres probos y capaces; con una prensa libre y totalmente independiente, responsable y mesurada; progreso y desarrollo por doquier, en las industrias, en la agricultura, obras de riego y plantas hidroeléctricas y proliferación de vías de comunicación a lo largo y ancho de todo el país. Claro, Julio es lo que nosotros llamamos un hombre “culto” y “estudiado”. Don Julio se había formado en Europa y en Estados Unidos, y para él la única manera de salir de abajo era copiar los modelos de estos prósperos países y apoyar en todo, lo que dispusiesen hombres como Manuel Antonio Matos.
Julio, convertido en uno de los edecanes de Matos, participó en la invasión a su país, en la llamada “Revolución Libertadora”. Cuando estaba en plena batalla cerca de La Victoria, Julio miró con mucha pena a su jefe.
El pobre Matos se colocaba en la línea de fuego, subía a uno de los cerros de la Curia, y como hombre fino y de mundo, con su traje impecable, abría su parasol para no quemarse con el implacabe sol caribeño. Aquel inmenso parasol, por supuesto era un bello blanco para las fuerzas de Castro, por lo que Matos con frecuencia debía estar moviéndose. Con sus finos catalejos de oro, Matos buscaba al enemigo y trataba de calibrar la calidad de las armas que tenían. Todo esto le provocaba un inmenso dolor a Julio, quien consideraba que a Matos lo debían dejar gobernar sin muchos miramientos. Lo merecía, él era realmente el hombre indispensable. Julió escribió: “Matos es un hombre social, culto, de relevantes méritos personales y reconocido financista; estaba mejor preparado para dirigir la República ya encarrilada en el camino de la paz desarrollando un movimiento de verdadero progreso, más que todo por sus variadas residencias en las grandes ciudades europeas y su espíritu asimilador. Pero como jefe de una Revolución armada carecía de arrebatos heroicos y geniales, tan necesarios en los conductores de multitudes que luchan por grandes ideales. Le faltan esos golpes maestros que transforman una derrota en un triunfo y que hacen que un hombre sólo con su cabeza y su constancia, sea la máxima representación de todo un ejército.[1]”
Matos ya tenía más de treinta años en estos trajines de los grandes negocios y de la política. Desde la época de Antonio Guzmán Blanco. Había sido ministro muchas veces; asesor infaltable de todas las guerras. Prestamista de los alzados de cualquier bando y gran progresista, lástima que el país nunca pudo avanzar en nada. Nadie jamás podía acusarlo de nada, porque todo lo que hacía era por el bien de la patria. Derrotado, dejó a sus fuerzas y huyó a Estados Unidos. Julio siguió batallando hasta que lo cogieron y lo metieron en la cárcel. Luego se hizo furibundo gomecista y vivió próspero, muy rico y afortunado bajo esta larga dictadura: Secretario General de Gobierno de Nueva Esparta; formó parte del Comité Venezolano de "la Sociedad Panamericana" que presidía Rudolph Dolge. Míster Rudolf era representante del gobierno de EE UU, y defensor de los intereses de la Orinoco Corporation, la cual tenía enormes deudas pendientes con la justicia venezolana. Finalmente don Julio fue presidente del exclusivo Club para millonarios, Paraíso. Es decir, Julio Calcaño con la dictadura de Gómez había logrado el sueño que anhelaba para su país.
[1] “Bosquejo histórico de la Revolución Libertadora. 1902-1903”, Julio Calcaño Herrera, Litografía Comercio, Caracas, 1944, pág. 54.
jsantroz@yahoo.es
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