Tea Party: Los nuevos confederados
Por: Guillermo Rodríguez Rivera
En Cuba, salvo los anexionistas que querían unirse a él para librarse del colonialismo español, mantener la esclavitud y conjurar la amenaza de “otro” Haití, sabemos poco del Sur norteamericano.
Lo mejor para nosotros de ese sur, siempre fue New Orleans, nuestro auténtico vínculo con los Estados Unidos antes de 1959: por los ferry boats y por la trompeta de Satchmo.
Mejor que leer la sureña novela de Margaret Mitchell, vimos Lo que el viento se llevó que rehicieron Hollywood y David O’Selznick, con la inglesa Vivien Leigh en el papel de Scarlet O’Hara y Clark Gable como Reth Butler.
Dicen que cuando le comentaron a una muchacha del sur si le parecía lógico que el personaje de Scarlet, tan intensamente southern, sobre todo en su condición pasional, fuera representado por una extranjera, respondió: “Mejor una inglesa que una yankee”. Los yankees eran los norteños, los que ganaron la guerra civil, abolieron la esclavitud y humillaron al Sur.
El sur aristócrata vivió muchos años con la afrenta de haber sido sometido por los vulgares norteños, de haber perdido sus esclavos, de ser obligados a considerarlos sus iguales. De esa frustración emergió el Ku Klux Klan, el racismo convertido en crimen enmascarado, en impunidad y en rencor, que los mejores blancos del sur rechazaron con una cuota de espanto: recuerdo la versión para el cine de Intruder in the dust, que escribiera originalmente el maestro William Faulkner, quien incluso contribuyera a conformar el guión que fuera la base del filme. En ese rencor se incluía asimismo a Abraham Lincoln, asesinado en el palco de un teatro, por un fanático del sur derrotado.
Cuando, contra toda expectativa, el afroamericano Barack Obama derrotó a la carismática, rubia y sureña Hillary Clinton para hacerse con la nominación demócrata a la presidencia, y luego, mucho más fácilmente, arrasó con el viejo conservador John McCain que no era capaz de separarse del desacreditado programa de su predecesor George W. Bush, parecía que el fantasma de Lincoln, el viejo captain exaltado por Whitman, regresaba para señorear sobre la maltrecha unión norteamericana que había dejado Bush.
Desde que Obama asciende a la presidencia, los conservadores extremos se nuclean en torno a un mito estadounidense: el famoso Boston Tea Party en el que, quienes luego serían los fundadores de la federación, arrojaron a la bahía bostoniana el cargamento de té que las autoridades inglesas querían gravarle.
Lo que era en sus orígenes un desahogo popular, el de los colonos que se rebelaban contra el atropello de las autoridades coloniales, se convertía ahora en una exaltación nacional casi xenófoba. Los “verdaderos” estadounidenses no eran los partidarios de ese negro socialista que nada tiene que ver con la anglosaxon tradition; un presidente hijo de africano, que ha nacido en un distante archipiélago que no es Chicago, ni New York, ni Houston, ni Cleveland, ni Washington, ni siquiera Idaho.
El Tea Party es el conservadurismo norteamericano intentando construirse un país que nunca existió y que no puede existir, porque para existir tendría que negar justamente el proceso que ha colocado a sus miembros en la élite mundial. Son los Estados Unidos de los blancos anglosajones, los que se declararon independientes proclamando que todos los hombres han sido creados iguales, pero que mantuvieron por un siglo la esclavitud de los negros.
El Tea Party quieren ser esos Estados Unidos que marcaron muy claramente esa diferencia entre blancos y negros, pero que se hicieron gran potencia cuando los negros esclavizados perdieron las cadenas de la esclavitud y empezaron a ser obreros, y a alimentar la gran industria que consolidó y extendió el poder del país.
El Tea Party lo quiere todo: la esclavitud y la industria, la preservación de los Estados Unidos blancos y el dominio de todo el mundo que es lo que ha llevado a latinos, negros y asiáticos a “contaminar” la gran nación que es en verdad la asaltante del mundo y la utopía de la derecha.
Obama y su partido han sido escandalosamente derrotados en las recientes elecciones parlamentarias de los Estados Unidos. El presidente ha incumplido el programa que lo llevó al ejecutivo con un significativo apoyo popular. Obama tiene que saber que fueron los pobres, los negros, los latinos, los críticos del conservadurismo que representó Bush, quienes le llevaron al poder. Sus partidarios son la mayoría, pero él no ha sido capaz de cumplir su programa. El fue electo con un programa y está gobernando con otro. Lo está pagando.
Heredó dos guerras que ahí están todavía, aunque ganó el premio Nobel de la Paz; dos guerras que no van a ser ganadas, y uno no puede menos que pensar que los Estados Unidos no aspiran a ganarlas, sino sólo a mantenerlas: seguir enriqueciendo al poderosísimo complejo militar industrial y usar las guerras como manera de emplear a sus ciudadanos menos favorecidos. Le recortaron pavorosamente su proyecto de programa de salud, le impidieron cerrar la vergonzosa cárcel en la base de Guantánamo, creada por Bush, y en la que se arresta y se tortura, por pura decisión del gobierno, a hombres que pueden no ser nunca encausados.
Barack Obama heredó una crisis económica que es fruto claro del neoliberalismo antiestatal que él no ha sido capaz de impugnar como doctrina económica. Obama ha defraudado a sus partidarios y no ha conseguido ni conseguirá atraer a sus adversarios. ¿Será capaz de volver a su programa electoral en los dos años que le restan en el ejecutivo y con un congreso que va a bombardearlo? Es su única posibilidad de reelegirse, pero tendría que tener mucha audacia y mucho valor para hacerlo.
Mientras Bush se entretenía mintiendo para atacar y devastar Irak, y persiguiendo absurdamente por Afganistán a un Osama Bin Laden que no aparecía sino cuando el presidente quería asustar a sus conciudadanos, América Latina iba lenta pero seguramente desvinculándose de los Estados Unidos. Bush podría ser recordado como el presidente que no ganó ninguna de sus guerras y perdió la de América Latina.
Desde Roosevelt y los tiempos del New Deal, Norteamérica no ha tenido una política coherente para sus vecinos del sur, que tan importantes han sido siempre para ella. Los Kennedy - John y Robert - quisieron echar adelante una Alianza para el Progreso que los asesinatos de los dos convirtieron en herencia para Lyndon B. Johnson, que tuvo mucho cuidado en desaparecerla.
El Tea Party ha comprendido la desastrosa situación de los Estados Unidos con respecto a los países al sur del río Bravo, ese lugar que ha sido considerado su traspatio.
Durante años, los Estados Unidos esgrimieron los peligros de una amenaza extracontinental que acechaba a América. Las evidencias iban dirigidas a culpar a la URSS, pero resultó que la única intervención militar de un país no americano en la región, fue la guerra de Inglaterra contra Argentina, por la posesión de las Islas Malvinas. Y los Estados Unidos apoyaron al Reino Unido.
La ultraderecha, de pronto, ha descubierto con espanto el panorama latinoamericano y planea cargar contra la insurrección latinoamericana que singularizan en el liderazgo de Hugo Chávez. Les molesta enormemente - conocen muy bien el poder del dinero - que ese liderazgo lo ejerza el presidente de un país que tiene los enormes ingresos que procura el petróleo.
Esa ultraderecha norteamericana ha reunido en Washington, como para concertar acciones, a toda la caterva derechista que los pueblos latinoamericanos han echado del poder en sus países: el venezolano, golpista y terrorista Guillermo Zuloaga, el boliviano Luis Núñez, a varios viejos sicarios de Sánchez de Lozada, el vapuleado golpista ecuatoriano Lucio Gutiérrez, a quien el pueblo arrojó de la presidencia de su país; a Alejandro Aguirre, presidente de la SIP. Los convocan viejos ultraderechistas norteamericanos bien conocidos, encabezados por Ileana Ros-Lethinen, Otto Reich, Richard Noriega, Connie Mack. Ron Klein y otros del mismo linaje, que incitarán a los Estados Unidos a una política agresiva especialmente contra los países del ALBA: Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua.
Rafael Correa dijo hace algún tiempo que América Latina no vivía una época de cambios, sino un cambio de época. Me parece claro signo de ello que la señora Ros-Lethinen se desfogue hablando de la “obsoleta” OEA porque, porque a pesar de los servicios que le ha prestado a los Estados Unidos — el derrocamiento de Árbenz en 1954, la expulsión de Cuba en 1962 –, la organización ya no le sirve a los Estados Unidos para convocar a la invasión de algún país que no obedezca, como hizo en 1965 con le República Dominicana.
Ocurre que los países rebeldes ya no son únicamente los del ALBA, aunque estos estén la primera trinchera. De alguna manera, protegen a los que están detrás, que por mucho menos de lo que hacen, habrían sido objeto de los golpes militares que los Estados Unidos han auspiciado en todo el continente, desde los “good old times” de Trujillo y Somoza, hasta los más recientes y menos afortunados de Pedro Carmona y Micheletti, pasando por los de Pérez Jiménez y Fulgencio Batista, e incluso el diseñado para Chile por el doctor Kissinger, que llevó al poder al general Pinochet.
En la debacle del ALCA, ocurrida en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, intervino Venezuela, pero fueron decisivos el criterio de países como Brasil y Argentina.
Hay, en efecto, otros países que, sin proclamar el socialismo del siglo XXI, ya no siguen sumisamente la subordinante política norteamericana: la Argentina de Cristina Fernández de Kirchner, el Brasil de Lula que ahora dirigirá Dilma Roussef, el Paraguay de Fernando Lugo, el Uruguay de Pepe Mujica, las islas caribeñas del CARICOM, ya no son los incondicionales seguidores de la política yankee que fueron tiempo atrás.
Ocurre que los negros que estos nuevos confederados tienen a manos (los pueblos mestizos de Nuestra América) ya no quieren ceñirse las cadenas de siempre, y no acatan las órdenes del general Lee.
Si yo fuera uno de estos anacrónicos émulos del derrotado general, me lo tomaría con cuidado.
Los pueblos han salido a las calles con las tres últimas asonadas militares pro-yankis. Cercaron el palacio de Miraflores en el 2002, cuando el golpe de estado a Hugo Chávez y devolvieron el poder al presidente; las masas se han volcado por meses a las calles de Honduras para rechazar tanto el golpe que derrocó al democráticamente electo Mel Zelaya y puso en el poder a Micheletti, como luego la farsa electoral que colocó al empresario Porfirio Lobo en la presidencia; rodearon el hospital de la Policía en Quito, para rescatar al presidente Rafael Correa, secuestrado por los golpistas de Lucio Gutiérrez.
Las estadísticas de los últimos golpes de Estado, van 2×1 a favor de los pueblos. Y ni la presión norteamericana ni la tibieza de la OEA han conseguido librar de su mácula al régimen de Profirio Lobo.
La ideóloga Ileana Ros-Lethinen, gusana cubana de toda la vida, líder en el secuestro de Elián González, que emerge como presidenta de la Comisión de Relaciones Exteriores de una Cámara de Representantes dominada por la derecha, ha encontrado un argumento precioso para desacreditar a los gobiernos populares de América Latina. Según ella, estos líderes electos en elecciones pluralistas, “están usando los instrumentos democráticos para sus propios fines autocráticos”. Es decir, que ya no vale que a un presidente lo elijan los electores con sus votos: hay que buscar sus ocultos “fines” detrás de esa victoria democrática.
La burguesía empieza a desconfiar de la democracia cuando pierde con ella, y detrás de esa desconfianza lo que viene es el totalitarismo, el fascismo. La única manera de “corregir” esos mal usados instrumentos democráticos, es echándolos por la borda.
Lo que esta extrema derecha está viendo con horror, es que la mansedumbre de los pueblos ha terminado: los pueblos eligen a los gobernantes que quieren y después, si es preciso, salen a defenderlos en las calles.
Que tengan cuidado con lo que vayan a hacer los del Tea Party y sus cipayos latinoamericanos, no sea que las cosas se les pongan peor de lo que ya las tienen.
(Tomado de La Isla Desconocida)
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