Da Vinci también explicó cómo la miopía hace el honor del escuálido
Por Xavier Padilla
"El agua de la orilla de los ríos es la primera que llega y la última que se va". Nadie podría negar que observaciones como esta no son del común de los mortales, haría falta un Leonardo en cada esquina para que podamos decir lo contrario. Da Vinci fue un ser excepcional en muchos terrenos, su curiosidad fue indómita y burló los límites de su tiempo, produciendo un legado tan copioso y genial que hasta el día presente resulta engorroso cuantificar. Pero una cosa es segura: detrás de cada invención, en cada apunte, en cualquier croquis o pincelada suya se esconde un análisis agudo, una reflexión capilar -o casi- del objeto en cuestión, develando un gran interés por descubrir las leyes del mundo en que respiramos. Una desenfrenada pasión pre-positivista, diríamos, por axiomatizar en principios universales todo cuanto nuestra mente logra abordar.
Ese legendario carácter universalista de sus fructíferas cavilaciones está presente en la frase citada al comienzo, la cual no es tanto una descripción de la mecánica hydroálica de los ríos como un principio fenomenológico de la percepción humana, el cual explicaría por qué el discurrir de los eventos en el mundo lleva al individuo, muy seguido, a precipitarse sobre las apariencias. Simplemente, aquello que se ve en la orilla no es la parte del río que más fluye. Más aún, todo río, todo flujo tiene necesariamente orillas, y éstas no informan a quien concentra su vista exclusivamente en ellas –es decir, al observador miope- acerca del enorme caudal que fluye por el centro.
La fácil visión de la orilla se hace preponderante, imperativa para el observador superficial, quien toma la cercanía, lo próximo del evento por la esencia del fenómeno, sacando forzosamente conclusiones precoces y erráticas.
La observación de Da Vinci es perfectamente aplicable a nuestro proceso revolucionario. Si homologamos éste al río, veremos que lo más visible, lo que encontramos en su orilla, no es representativo de su verdadero caudal. Lo más visible de todo evento ha de ser siempre periférico, exo-verto. Los aspectos más convulsos de un proceso, aquellos que denotan una mayor urgencia tienen necesariamente un carácter exaltado, llamativo, y aunque estén beneficiados del flujo central –donde se produce la mutación positiva- una parte de ellos permanece en la periferia, sin cambio substancial. El observador de la rivera se encuentra primero con el agua de la orilla, aquella que llega primero y que menos fluye.
Lo mismo ocurre con nuestro proceso y, podríamos decir, también con todo proceso. El observador común se topa antes que nada con la miseria circundante de las ciudades, con la indigencia adulta e infantil, con la inseguridad, con la basura, la corrupción, el deterioro y falta de mantenimiento de las calles y viviendas, con los ranchos, etc.. Sin embargo, se está enfrentando en realidad con la periferia de un proceso en plena evolución, cuyo grueso, por la naturaleza misma de su dinámica, opera cambios fundamentales en la raíz del cuerpo social (un área no fácilmente visible).
La oposición en Venezuela se ha dado a la tarea de erigir un amorfo edificio crítico basándose en homéricas imputaciones al gobierno que no son más que el resultado de simples errores de apreciación, de mera y crónica miopía. Estaría bien una visita al oftalmólogo, seguida de una pequeña peregrinación por el desierto en la cual pudiese invocar a los jefes del imperio y hacerles el siguiente reclamo:
"¿Por qué nos hacen creer y decir cosas que nos dejan, consistentemente, en el más absoluto ridículo de masas: que si la libertad de expresión, gritándola a pulmón partido; que si la inflación y la recesión, megafoneadas desde el confort de nuestras camionetas y lujosas vidas; que si la escasez de alimentos, teniendo que acapararlos nosotros mismos (por órdenes vuestras); que si la salud, obligándonos a hacernos los ciegos frente a cosas como la Misión Milagro, y a hacernos los descorazonados frente al Cardiológico Infantil; que si la falta de obras públicas, teniendo –nuevamente por órdenes vuestras- que evitar en lo posible hablar del viaducto y fingir estar soñando cada vez que pasamos por él; que si la educación, obligándonos a oponernos –¡Ay!- al pago de matrículas inferiores; que si esto, que si aquello, dejándonos desamparados día tras día, semana tras semana frente a la opinión pública pensante, consciente, para quien nuestra actitud comienza a ser objeto de compasión y piedad, pero quien opta, a pesar de todo, por descartar tenernos lástima, prefiriendo en cambio seguir riéndose de nosotros, lo cual estamos obligados, usted comprenderá, a agradecer…?".
La pena es grande, lo sabemos, compatriotas oposicionistas; pero no desmayen frente a sus líderes, seguro que un día ellos los oirán. Hay que tener fe! Sigan esperando, sentaditos frente al río…
Xavier Padilla
www.myspace.com/xpadilla
Por Xavier Padilla
"El agua de la orilla de los ríos es la primera que llega y la última que se va". Nadie podría negar que observaciones como esta no son del común de los mortales, haría falta un Leonardo en cada esquina para que podamos decir lo contrario. Da Vinci fue un ser excepcional en muchos terrenos, su curiosidad fue indómita y burló los límites de su tiempo, produciendo un legado tan copioso y genial que hasta el día presente resulta engorroso cuantificar. Pero una cosa es segura: detrás de cada invención, en cada apunte, en cualquier croquis o pincelada suya se esconde un análisis agudo, una reflexión capilar -o casi- del objeto en cuestión, develando un gran interés por descubrir las leyes del mundo en que respiramos. Una desenfrenada pasión pre-positivista, diríamos, por axiomatizar en principios universales todo cuanto nuestra mente logra abordar.
Ese legendario carácter universalista de sus fructíferas cavilaciones está presente en la frase citada al comienzo, la cual no es tanto una descripción de la mecánica hydroálica de los ríos como un principio fenomenológico de la percepción humana, el cual explicaría por qué el discurrir de los eventos en el mundo lleva al individuo, muy seguido, a precipitarse sobre las apariencias. Simplemente, aquello que se ve en la orilla no es la parte del río que más fluye. Más aún, todo río, todo flujo tiene necesariamente orillas, y éstas no informan a quien concentra su vista exclusivamente en ellas –es decir, al observador miope- acerca del enorme caudal que fluye por el centro.
La fácil visión de la orilla se hace preponderante, imperativa para el observador superficial, quien toma la cercanía, lo próximo del evento por la esencia del fenómeno, sacando forzosamente conclusiones precoces y erráticas.
La observación de Da Vinci es perfectamente aplicable a nuestro proceso revolucionario. Si homologamos éste al río, veremos que lo más visible, lo que encontramos en su orilla, no es representativo de su verdadero caudal. Lo más visible de todo evento ha de ser siempre periférico, exo-verto. Los aspectos más convulsos de un proceso, aquellos que denotan una mayor urgencia tienen necesariamente un carácter exaltado, llamativo, y aunque estén beneficiados del flujo central –donde se produce la mutación positiva- una parte de ellos permanece en la periferia, sin cambio substancial. El observador de la rivera se encuentra primero con el agua de la orilla, aquella que llega primero y que menos fluye.
Lo mismo ocurre con nuestro proceso y, podríamos decir, también con todo proceso. El observador común se topa antes que nada con la miseria circundante de las ciudades, con la indigencia adulta e infantil, con la inseguridad, con la basura, la corrupción, el deterioro y falta de mantenimiento de las calles y viviendas, con los ranchos, etc.. Sin embargo, se está enfrentando en realidad con la periferia de un proceso en plena evolución, cuyo grueso, por la naturaleza misma de su dinámica, opera cambios fundamentales en la raíz del cuerpo social (un área no fácilmente visible).
La oposición en Venezuela se ha dado a la tarea de erigir un amorfo edificio crítico basándose en homéricas imputaciones al gobierno que no son más que el resultado de simples errores de apreciación, de mera y crónica miopía. Estaría bien una visita al oftalmólogo, seguida de una pequeña peregrinación por el desierto en la cual pudiese invocar a los jefes del imperio y hacerles el siguiente reclamo:
"¿Por qué nos hacen creer y decir cosas que nos dejan, consistentemente, en el más absoluto ridículo de masas: que si la libertad de expresión, gritándola a pulmón partido; que si la inflación y la recesión, megafoneadas desde el confort de nuestras camionetas y lujosas vidas; que si la escasez de alimentos, teniendo que acapararlos nosotros mismos (por órdenes vuestras); que si la salud, obligándonos a hacernos los ciegos frente a cosas como la Misión Milagro, y a hacernos los descorazonados frente al Cardiológico Infantil; que si la falta de obras públicas, teniendo –nuevamente por órdenes vuestras- que evitar en lo posible hablar del viaducto y fingir estar soñando cada vez que pasamos por él; que si la educación, obligándonos a oponernos –¡Ay!- al pago de matrículas inferiores; que si esto, que si aquello, dejándonos desamparados día tras día, semana tras semana frente a la opinión pública pensante, consciente, para quien nuestra actitud comienza a ser objeto de compasión y piedad, pero quien opta, a pesar de todo, por descartar tenernos lástima, prefiriendo en cambio seguir riéndose de nosotros, lo cual estamos obligados, usted comprenderá, a agradecer…?".
La pena es grande, lo sabemos, compatriotas oposicionistas; pero no desmayen frente a sus líderes, seguro que un día ellos los oirán. Hay que tener fe! Sigan esperando, sentaditos frente al río…
Xavier Padilla
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